Diario ajeno: Carta de un desesperado

El médico Mijaíl Bulgákov, entusiasmado con una carrera literaria, abandona la medicina para dedicarse a la escritura. Entre 1921-1923 escribe novelas por entregas y relatos para periódicos de Moscú y Leningrado. Posteriormente escribirá La guardia blanca y Corazón de perro. En 1926 estrena con gran éxito la obra de teatro Los días de los Turbín, pero ésta será prohibida al año siguiente. Sobre el autor llueven injurias y temibles descalificaciones a partir de ese momento. Pese a la tormenta, Bulgákov aprieta los dientes y continúa trabajando: da inicio a su libro más célebre, El Maestro y Margarita, que culminará años después y apenas será publicado en 1965.

En 1928 prohíben todas sus obras y lo acosan desde todos los flancos. Arrinconado por la censura y por su precaria situación laboral, Bulgákov se arriesga a escribirle directamente a Stalin para suplicarle que lo deje marchar del país junto a su esposa:

“Al cabo de diez años mis fuerzas se han agotado; no tengo ánimos suficientes para vivir más tiempo acorralado, sabiendo que no puedo publicar, ni representar mis obras en la URSS. Llevado hasta la depresión nerviosa, me dirijo a Usted y le pido que interceda ante el gobierno de la URSS para que se me expulse de la URSS, junto con mi esposa L.E. Bulgákova, que se suma a esta petición”.

Esa primera epístola, fechada en julio de 1929, será secundada por otra mucho más extensa en la que el remitente tratará por todos los medios de llamar la atención de las autoridades sobre su caso, llegando al extremo de la sinceridad en un ataque de desesperación por huir del martirio: “la lucha contra la censura, cualquiera que sea, y cualquiera que sea el poder que la detente, representa mi deber de escritor, así como la exigencia de una prensa libre. Soy un ferviente admirador de esa libertad y creo que, si algún escritor intentara demostrar que la libertad no le es necesaria, se asemejaría a un pez que asegura públicamente que el agua no le es imprescindible”.

La cruda honestidad de Bulgákov lo aproxima más al fuego de su condena. Días después de firmar ese texto, se suicida otro intelectual disidente: Vladimir Mayakovski. Los tiempos oscuros transcurren frente a sus ojos y Mijaíl cada día se encuentra más cercado. El 6 de marzo de 1929, en el diario La tarde de Moscú aparece una nota contundente y lapidaria: “los teatros en lo sucesivo se verán libres de la obra de Bulgákov”.

El escritor, al sentir que ya no tiene nada más que perder, se dedica en la segunda carta a Stalin a reflexionar sobre su compromiso con la libertad de expresión y el uso de la sátira frente al poder, y se vale de los argumentos esgrimidos en su contra para catalogarse como un mal para la Unión Soviética: “M. Bulgákov se ha convertido en un autor satírico, y precisamente en un momento en que cualquier sátira auténtica (me refiero a aquella que penetra en zonas prohibidas) resultaba absolutamente inconcebible (…) en la URSS, todo autor satírico atenta contra el régimen soviético. ¿Es posible imaginar en la URSS a una persona como yo?”

Recibe como respuesta una sorpresiva llamada de Stalin, justo al día siguiente del suicidio de Mayakovski. El propio escritor se encargó de hacer circular la noticia de la llamada, en la que el dictador, aparte de ofrecerle empleo y prometerle una respuesta positiva a su petición de salida del país, le preguntó: “¿quiere marcharse al extranjero, no es eso? ¿verdaderamente está harto de nosotros? (…) Últimamente me he planteado reiteradamente la siguiente pregunta: ¿puede un escritor ruso vivir fuera de su patria? Y me parece que no”.

Al principio M. Bulgákov fue optimista, creyó en la buena voluntad del tirano; sólo el tiempo y el silencio le confirmarían que había sido objeto de una burla, de un juego cruel que atizaba sus nervios ya deteriorados. “Desde finales de 1930 sufro una grave forma de neurastenia, con ataques de miedo y estados de angustia cardiaca; y actualmente me encuentro hundido”, escribe en una nueva misiva. Según K. Paustovski, en algún momento Bulgákov se dedicó a escribir cartas a Stalin firmadas bajo el nombre de Tarzán, y luego las destruía. El dramaturgo desesperado se obsesionó con su victimario hasta el delirio. Sólo la muerte lo liberó, en 1940, después de corregir las últimas pruebas de El Maestro y Margarita.