De la violencia como criterio de la verdad

La violencia revolucionaria por fin hoy es expuesta como lo que realmente es, pero que siempre nos hemos resistido a creerlo: hábitos del hampa.

El problema del hombre desaparece tan pronto erradicamos su causa (es decir, al hombre), como dijo y demostró magistralmente en la práctica un ingeniero de almas que se hacía llamar Stalin. Otros heterónimos humanos en paralelo, como Lenin y Trotsky, eran tan sanguinarios como Stalin, pero se les acabó o les acabaron su tiempo antes de tiempo.

En Cuba, el Ejército Rebelde comenzó fusilando al garete en plena Sierra Maestra (de esto no nos cuentan nada los cuentos de Julio Cortázar, al estilo de la “Reunión” en “Todos los fuegos el fuego” y otros panfletos policríticos). En las montañas de cara al Caribe, los militares al mando de Fidel Castro mataban a los propios más que a los soldados de la república que caían en combate, y mataban solo como escarmiento y para sentar un precedente perverso de su poder.

Estos eran, por supuesto, los momentos de mayor misericordia por parte de los uniformados de verde olivo. En casos de criminalidad extrema, le metían un balazo en la sien al condenado sin juicio, como le hizo Ernesto Che Guevara al campesino cubano Eutimio Guerra en febrero de 1957, apenas un par de meses después del desembarco de 82 “redentores” en el yate Granma por la provincia de Oriente.

Muchos de los líderes de la guerrilla urbana en la clandestinidad, verdaderos tiratiros sin compasión, se ejecutaron entre sí al considerarse mutuamente delatores o acaso como mera competencia desleal. El caso más dramático fue la encerrona que los jerarcas de la Sierra Maestra le tendieron a Frank País en el llano, también en 1957, entregándolo a la furia de los sicarios del dictador Fulgencio Batista por una serie intencional de llamadas telefónicas que revelaron su escondite al G-2 (la seguridad del Estado se llama G-2 desde entonces, como en media Latinoamérica).

En el mismo año 1959 del triunfo revolucionario, cayeron en desgracia los comandantes más carismáticos de aquella supuesta epopeya. Y todos los líderes del movimiento estudiantil radicalmente libertario. Algunos fueron condenados a décadas de cárcel. Otros, al exilio de por vida. Otros, a una muerte sin dilación. Unos pocos vendieron su memoria y su alma y se hicieron ministros matones de la revolución.

El pueblo cubano, lo mismo que la prensa que iba quedando en la isla, aplaudía estos “excesos necesarios dada la coyuntura histórica por la que atravesaba el país” y demagogias por el estilo, las que Fidel disparaba a ritmo de ráfaga en nuestra televisión nacional. Las comillas son mías, por cierto. Las comillas soy yo después de una existencia entera en clave de Castro Sostenido Mayor.

En muchas de las aventuras armadas en Latinoamérica, ejerciendo un injerencismo atroz, el castrismo mandó a matar por igual a quienes se le oponían o lo apoyaban de manera demasiado creativa. La experiencia chilena de inicios de los setenta fue emblemática al respecto, para culminar con un comando de cubanos ultimando en La Moneda al presidente para entonces ya títere, y saliendo luego por sus propios pies ante los tanques del general (por sus propios pactos, quién sabe si hasta con Pinochet). Y de ahí para la Embajada cubana en Santiago. Y de ahí a recorrer Chile en paz hasta embarcarse de vuelta a casa en un barco cubano anclado a sus anchas en Valparaíso. Misión cumplida.

En Venezuela hoy no es diferente. El castrismo conserva intactas a sus mentes maestras. Descabezaron el liderazgo de Hugo Chávez, que antes había descabezado al ejército constitucional. Los accidentes ocurren, sobre todo en el aire, donde es tan utilitaria la fuerza de gravedad. Ahora debe implementarse la violencia como golpe de azar, para así ir ajustando los timonazos de control del proceso de disolución cívica de esa hermana nación.

Nadie crea que el castrismo está perdiendo su última pelea debido a la ineptitud de Nicolás Maduro, que en puridad no es sino uno de los cuadros más habilidosos y mejor entrenados por la inteligencia cubana. Ocurre simplemente que su papel es el de encarnar al hermano idiota de la gran familia despótico-populista continental. Los Castro son los sabios. Y sus sátrapas del socialismo son las palancas de mando así como las piezas de repuesto.

Los pases de cuenta al estilo de Robert Serra vienen siendo la norma desde hace rato. Los enemigos se aniquilan por sí solos. Por eso es entre amigos donde hay que golpear y golpear bien duro, para que no hablen demasiado o se les ocurra actuar de más. Ese es el toreo totalitario que triunfó en Cuba hace décadas, que nos trituró. De ahí que en el siglo XXI sea ingenuo hablar en la isla de ciudadanía o disidencia o nación. Somos el cementerio del pasado de América y el epitafio de su futuro. Los muertos, cuando se nos pusieron escasos porque los cubanos huíamos en masa de la revolución, entonces los mandamos a importar.

En esa deuda macabra los llamados chavistas van a pagar un precio que todavía su ceguera y avaricia no les permite calcular. Los van a cazar como a moscas si siguen fieles al fantasma de Miraflores. Pero si desertan tampoco tendrán un sitio en la tierra donde no los alcance el balazo del Che en la sien. El PSUV está repleto de Eutimios Guerra que aún ni se enteran. Pugnas patrias que los pobrecitos no sabrán nunca. Porque dicen que nadie escucha el balazo que nos pone punto final.