Abel Romeo Castillo, periodista, poeta y deportista
Una de las figuras más importantes y destacadas de la literatura ecuatoriana como poeta, historiador y periodista es el doctor Abel Romeo Castillo. Ligado al periodismo por ancestro, en las décadas de los años 20 y 30, Castillo era uno de los comentaristas de deporte más leídos en el país. Sus artículos, que aparecían en el periódico El Telégrafo, bajo el seudónimo de Marqués de Queensberry, otorgaban o quitaban fama, engrandecían o achicaban a los ídolos de la época.
En julio del 2017, el Municipio de Guayaquil inauguró un monumento erigido en homenaje a una de las figuras cumbre de la intelectualidad, hecho que llena de orgullo al periodismo, especialmente en esta época en que nuestra profesión se halla invadida por algunos sujetos impreparados e ignorantes de las reglas de la comunicación que se ufanan a diario, en programas radiales y televisados, de no haber leído ningún libro que no sean los de tácticas y estrategias futboleras, pero que carecen de cultura general, elemento indispensable para el buen ejercicio periodístico.
En la primera mitad del siglo XX las páginas de diarios y revistas estaban llenas de crónicas sapientes y de alto vuelo literario, escritas por hombres cultos. En el periodismo del deporte brillaban Manuel Eduardo Castillo, poeta notable, y Rodrigo Chávez González, quien fue el primer periodista deportivo de EL UNIVERSO cuando nuestro Diario apareció en 1921. Además, ilustraban con sus notas Francisco Rodríguez Garzón, profesional universitario que inauguró las páginas deportivas del diarismo; y Carlos Noboa Cooke, educado en Estados Unidos y uno de los introductores del básquet. Aparecieron luego Carlos Manrique Izquieta, un hombre de cultura universitaria y concertista clásico de piano; Miguel Roque Salcedo, también de preparación superior y docente del Colegio Nacional Vicente Rocafuerte; Ralph del Campo, caballero de gran ilustración, al igual que Jorge Delgado Cepeda (Don Geo), parte importante del primer programa radial de la historia: La hora olímpica, por Ondas del Pacífico. Podríamos citar una docena de nombres más para demostrar lo que valía, desde el punto de vista de la cultura, el ejercicio del periodismo del deporte. Y todos habían sido deportistas activos.
Pero Abel Romeo Castillo no solo era un brillante periodista, sino también un fanático practicante del boxeo, lo que explicaba la certeza de sus críticas de fistiana. Su destino estaba decidido hacía ratos. Abel Romeo iba a ser periodista como su padre, José Abel Castillo, cofundador de El Telégrafo, y como sus hermanos José Santiago y Manuel Eduardo, figuras señeras de su profesión.
El 6 de noviembre de 1922 se embarcó en Guayaquil en el vapor Negada y luego en el trasatlántico Ebro. Su destino era New Brunswick, Nueva York. En esa ciudad iba a estudiar para perfeccionar el idioma inglés, antes de ingresar a la Universidad de Columbia para estudiar periodismo.
En Rutgens Preparatory School, en las horas que le dejaban libres los estudios, Castillo se dedicó a prepararse físicamente y lograr desarrollo muscular y fortaleza. Al concluir el periodo escolar, para aprovechar el tiempo, Abel Romeo ingresó a la Academia Militar de Culver, en su Escuela de Verano.
En los tres meses en que había programado su permanencia, estudios aparte, el joven e inquieto Abel Romeo dedicó su tiempo a prepararse para boxear. Por largas horas estaba a diario saltando cuerda, haciendo sombra y guanteando con otros estudiantes, lo que hizo del guayaquileño uno de los más famosos púgiles de la escuela.
Cuando se abrieron las inscripciones para el torneo de Culver, en 1923, un nutrido grupo de boxeadores estadounidenses se anotó para intervenir. Cuarenta púgiles se inscribieron en el peso liviano, categoría en que iba a combatir Castillo. Sonados triunfos en los combates eliminatorios lo convirtieron en el ídolo de la escuela. Pocos fueron los adversarios que pudieron pasar de los dos rounds ante la eficaz “tableta de Veronal”, como fue calificada la poderosa izquierda de Castillo. Veronal era un somnífero de gran venta.
Tres mil estudiantes de Culver llenaban el coliseo cuando se anunció el combate final por el título de los livianos entre el ecuatoriano y el estadounidense J. Rohm, campeón militar de la Escuela de Invierno.
Cuando se inició la pelea, la movilidad, ciencia y habilidad de Castillo no pudieron ser neutralizadas por su rival. Hubo fieros encontrones y los puños de los contendores hendían el aire buscando estrellarse en sus cuerpos. La contienda era una alta muestra de elegancia y valor. Cuando terminaron los tres asaltos no había un claro ganador. El árbitro, impresionado por la calidad de los boxeadores y llevado por la presión del público, ordenó que pelearan un asalto más. Al terminar el violento round final, el árbitro falló un justo empate entre la ovación de los asistentes. The Vedette, el periódico de Culver, señaló en su crónica de la pelea que “Castillo, un nuevo muchacho de la Escuela de Verano, demostró magnífica preparación en el ring y mucho puede esperarse de él en los veranos próximos”.
Nuestro periodista y poeta viajó luego a España, donde se enamoraría del toreo y llegó a intervenir en corridas de aficionados, aparte de sus estudios de historia. Para graduarse escribió una de las obras más completas sobre nuestra era colonial: Los gobernadores de Guayaquil en el siglo XVIII.
Don Abel Romeo Castillo fue uno de los primeros poetas en enaltecer en versos las proezas de los deportistas. En 1929 publicó su primer poema de corte deportivo: Nos vamos agringando, en el que reclama el abandono de los deportes nativos: En nuestras bocas mustias/ ya no florece el clavel/ rojo retinto del amorfino./ Jugamos al football, nos apasiona el box/ y en cambio nos hemos olvidado/ de los deportes del campo,/ las carreras de caballos/ para las que bordaban las niñas/ de los pueblos rosetas y cintas,/ los concursos de enlazaos y de tiro,/ y los que se suscitaban de machete/ y de canto de amorfino”.
Fue el poeta guayaquileño que cantó La Hazaña de Lima desde el momento en que Carlos Luis Gilbert se lanzó a la pileta para conquistar su primera medalla de oro en el Campeonato Sudamericano de 1938, en Lima: “Ciudad de los virreyes, vocerío/ que desborda entusiasmo ante la prueba/ de mil quinientos en que lleva/ la punta del nadador de nuestro río”. Prueba a prueba describió en un bello romance la épica conquista del título sudamericano, el primero de nuestra historia. Igual homenajeó con poemas a Luis Alcívar Elizalde, Abel Gilbert, Ricardo Planas Villegas, Pancho Segura Cano, Juvenal Sáenz Gil y otros grandes deportistas.
Mi amigo Abel Castillo Echeverría, hijo del poeta, me invitó a participar del homenaje, pero mi ausencia del país me impidió acudir. En pago de su gesto generoso y de admiración por don Abel Romeo, le dedico esta columna a quien fuera autor de un gran momento en la historia del deporte porteño del que pocos tienen memoria y que evidenció una faceta original de uno de los más auténticos representantes del Guayaquil romántico, literario y deportivo. (O)
En EE.UU. brilló como boxeador universitario. Su poderosa izquierda fue llamada “tableta de Veronal”, un somnífero de gran venta. Con poemas homenajeó a Pancho Segura y otros.