Respuesta a Carlos Mota: ¿es paranoico señalar el mal uso de los recursos públicos?
A mediados de esta semana, el periodista Carlos Mota publicó en El Financiero una columna titulada “Sí, que usen los helicópteros”. En aquellas líneas calificó de “paranoia moral” la reprobación generalizada que la ciudadanía expresó contra el ex titular de la Comisión Nacional del Agua, David Korenfeld, quien usara un helicóptero oficial para fines personales.
“Lo más molesto de estos juicios que reprueban el uso de los helicópteros es que traen un hedor a complejo de inferioridad sin igual”, expresó.
De acuerdo con Carlos Mota, el descontento se debe a un exagerado viro moralino de la sociedad a reprobar el hecho de que se usen los recursos públicos en el transporte de los funcionarios en helicópteros que cuestan en promedio 27 mil pesos por hora. Tal viro estaría, a su vez, motivado por un complejo de inferioridad, padecido por la mayoría de la sociedad. Lo que ocurre cuando vemos a un funcionario usando recursos públicos en su beneficio, diagnostica el periodista, es que:
“los demás que no tenemos acceso a ese bien [sentimos que] somos unos jodidos que les estamos pagando sus caprichos”.
Según Mota, los ciudadanos pensamos que la solución a todo este asunto es que los funcionarios se muevan ahora en auto o en camión, en lugar de hacerlo en helicóptero. De este modo, sugiere, nos sentiríamos más cómodos, pues los servidores estarían usando transporte de “jodidos” y no de pudientes, lo que los rebajaría a nuestro nivel y, por lo tanto, los haría mejores individuos ante nuestros ojos.
“Así, se asume que el individuo en cuestión tendría que llegar por otros medios. En auto es lo aceptable, me imagino. Los radicales pensarán que lo único aceptable sería un autobús Flecha Roja o Estrella Blanca”, explica.
Convencido de la certeza de este diagnóstico, Mota presenta dos argumentos en contra de la mentalidad “jodida”. El primero es que la geografía de México es muy accidentada, por lo que los funcionarios que desean ser puntuales y que deben cumplir con una agenda llena de eventos diseminados por todo el país, han de usar aeronaves, cosa que nadie negará si se demuestra su eficiencia. Afortunadamente, este no es el argumento más fuerte con el que busca batear el dilema.
El segundo es que no existe un límite claro que divida las actitudes pudientes aceptables de las que no lo son. Se trata, piensa, de un problema de vaguedad peligroso, pues de seguir así, la vara se elevará tan alto como pueda llegar a ser nuestro complejo de inferioridad:
“¿Quién establece la barra de lo moralmente adecuado y lo separa de lo que no lo es? ¿Es un periodista, un político incorruptible, un organismo internacional como la OCDE? ¿Quién? En esta ocasión fueron los helicópteros; pero mañana podrá ser otra cosa: comer en el Estoril; vacacionar en San Francisco; hospedarse en algún FiestAmericana Grand; comprar unos zapatos en Ferragamo; o utilizar un auto Acura”.
Por tanto, concluye que:
“La sociedad mexicana debería entrar en la ruta de evaluar el desempeño de los personajes públicos por los resultados de su gestión, no por la aceptabilidad moral relativa de los recursos que utilizan. Esto último sólo debería ser juzgado en el terreno de lo legal… Y si hubiera consenso para equiparar a los helicópteros con el diablo, pues entonces que se legisle al respecto. Mientras tanto, que los usen, que usen los helicópteros”.
El problema fundamental con la posición de Mota es que no se detiene a pensar ni un segundo en la posibilidad de que la molestia social no se deba a motivos puramente moralinos. Para decirlo rápidamente, el periodista argumenta en contra de una posición débil e ingenua (reconociéndola abiertamente como tal), en lugar de hacerlo en contra de una mucho más fuerte, sensata y, de hecho, sencilla.
No piensa, por ejemplo, que lo molesto de la situación es que el acto del funcionario implique el uso de recursos públicos para fines personales, y no de cualquier naturaleza, sino concretamente, para irse de vacaciones. Tampoco se le ocurre la consiguiente sospecha de que, si lo hizo una vez, pudo haberlo hecho en otras ocasiones. Si hemos de explicar lo reprobable de este hecho y de las posibilidades que abre, bastaría decir que, idealmente, los recursos públicos han de ser ejercidos en beneficio de los ciudadanos, quienes los aportan en la trabazón de un pacto social establecido exclusivamente con miras a lograr una sociedad funcional. Por si fuera poco, pasa por alto que Korenfeld buscó justificar sus actos aduciendo una emergencia médica, pretexto que quedó refutado al hacerse público que tenía reservaciones en un resort de lujo, de suerte que no sólo usó recursos públicos en su favor, sino que intentó mentir.
Por supuesto, el periodista tiene razón al decir que se ha de “evaluar el desempeño de los personajes públicos por los resultados de su gestión, no por la aceptabilidad moral relativa de los recursos que utilizan”. No hace falta demasiada reflexión para concluir que, si un funcionario gasta miles de pesos del presupuesto público para fines personales, los resultados de su gestión (que no es sino la gestión de los recursos que se le asignan) dejará mucho que desear.
Si se quisiera argumentar que el viaje fue relativamente barato comparado con los millones que el funcionario tuvo a su disposición durante el ejercicio de su gestión, entonces el problema de la vaguedad ahora descansa del otro lado: ¿qué tanto es tantito?, ¿hasta qué punto es tolerable que se usen recursos públicos para fines personales? La respuesta, en este caso, es mucho más sencilla: no cabe tolerancia alguna, ¿o a caso es posible señalar un caso en el que sea aceptable?
Mota es incapaz de ver la conexión que hay entre el desvío de recursos y las acusaciones morales ciudadanas. No hay nada oscuro ni vago en la posición social: el hecho de que nos resulte inmoral que los funcionarios usen el dinero de nuestros impuestos (más allá de su sueldo asignado) para ir de vacaciones, descansa directamente en la violación al espíritu del contrato social. Nada más, pero nada menos. Lo inmoral es la afrenta contra nosotros, los ciudadanos.
Es quizá por la claridad prístina de los argumentos que hay a la base del descontento social en este caso, que muchos pensamos en primera instancia que la columna de Mota estaba escrita en un tenor irónico y que buscaba exponer, de manera más bien cómica, los débiles motivos que podrían justificar la acciones de Korenfeld. Sin embargo, no hay nada de cómico en su posición, y esto es lo alarmante.
La Comisión Nacional del Agua cuenta con un código de ética al que deben atenerse los funcionarios que ahí trabajan. En tal código se prevé (no podría ser de otra manera) que no se hará un uso indebido de los recursos asignados al organismo, mucho menos para fines personales. En tal código se lee que el desempeños de las funciones se hará observando algunos puntos como son:
«Bien común: Asumo un compromiso irrenunciable con el bien común, entendiendo que el Servicio Público es patrimonio de todos los mexicanos y de todas las mexicanas, que solo se justifica y legitima cuando se procura ese bien común por encima de los intereses particulares».
«Integridad: Ceñiré mi conducta pública y privada, de modo tal que mis acciones y mis palabras sean honestas y dignas de credibilidad, fomentando una cultura de confianza y de verdad».
«Transparencia: Garantizaré el acceso a la información gubernamental, sin más límite que el que imponga el interés público y los derechos de privacidad de particulares, así como el uso y aplicación transparente de los recursos públicos, fomentando su manejo responsable y eliminando su indebida discrecionalidad».
El enjuiciamiento de los actos de los servidores se mueve en un rango de mínimos y máximos. Lo menos que pueden hacer es respetar el pacto social y la ley. Lo mejor que pueden hacer es gestionar los recursos de tal manera que se obtengan los mejores resultados posibles para los ciudadanos. Korenfeld estuvo muy por debajo del mínimo, y ni falta hace decir que el mismo acto implica una falta al máximo que cabía esperar.
Si esperar que los empleados de gobierno respeten sus funciones y ejerzan los recursos a favor de la ciudadanía es síntoma de una “paranoia moral”, entonces toda la idea de contrato social descansa en una patología psicológica colectiva.
Parece claro, por otro lado, que en este caso el paranoico será quien sostenga tal posición.