El desconocido de mi vida
El último mediodía de octubre decidí salir de la ciudad. No iría a mi casa, ya había declinado de dos invitaciones con amigos, y no me placía quedarme. Mirar los guayacanes en Arenillas y terminar en Riobamba al día siguiente era el plan.
Nada de eso ocurrió.
El bus que partía a Machala salía tarde, así que decidí postergar mi visita a los hermosos árboles y miré a Cuenca con interés. Pero el deseo desapareció en medio de la inmensa fila de la boletería y olvidé el plan
¿A dónde ir?
Decidí salir hacia Riobamba finalmente. Total, ver al grupo de moda era lo único que quería en ese lugar.
—No señorita, el bus sale en una hora—, me contestó la mujer detrás del mostrador.
—¿Una hora? (Me desinflé imaginariamente). Ok, señorita. Yo espero.
En eso se me acerca un viejito de unos 60 y tantos años.
—¿Busca usted transporte? Yo la llevo a Ambato en cinco horas.
—No señor, yo voy a Riobamba y…
—Riobamba está de camino—, dijo el viejito sin darme oportunidad de contestar.
Otras tres personas estaban con él y se lamentaban de tener ya un boleto. Yo repliqué y dije que sola no iba con él.
Esperamos quince minutos y apareció otro pasajero. Mi idea de seguridad se resumía a que dos hombres en un auto por cinco horas era menos arriesgado que ir con uno sólo. ¿Brillante, cierto?
Para calma de todos no pasó nada durante el viaje y mientras el comerciante iba dormido, el viejito, que resultó ser un notario llamado Don Carlos, me contaba sobre sus desventuras entre Pastaza y Guayaquil.
Y en eso saltó la pregunta…
—No señor, no tengo novio.
—Pero ya está en edad de casarse.
—Por el momento estoy bien así.
Y ante mi ‘cara de paco’, ya no siguió ahondando en el tema y apostó por otro.
—¿Ha comido usted la guanta?
—No.
—¿El cuy?
—Tampoco.
—¿El cevichocho?
—Peor.
—Bien mona ha sido usted—, dijo Don Carlos, riéndose por el juicio que me acababa de dar.
Yo asentí sin mayor preocupación, ya que poco sabía sobre la gastronomía de la Sierra.
—¿Sabe que Baños es hermoso? Si fuera para Ambato podría ir para allá. Es lo más bonito que hay, además de la quinta de Juan León Mera y Juan Montalvo.
Sin querer, Don Carlos me recordó a ‘Benicio’, el chico extranjero con el que había salido un mes atrás y me dejó profundamente conmovida. Nunca más lo volví a ver, pero seguía pensando en él y conservaba su número,
‘Benicio’ estaba en Ambato.
Tras salir de mi trance, cambié de idea.
—¿Sabe qué, Don Carlos? Lléveme a Ambato, hay cambio de planes…
Llegué a Ambato pasadas las 19:00 de ese sábado. Pero no podía aparecer de la nada, no quería parecer loca o intensa.
Me abrigué, me enfundé detrás de la chaqueta de mi abuelo y luego de buscar un baño para limpiarme, caminé hasta un puesto de tortillas.
Una pareja de atentos lugareños atendía el localcito, ubicado frente a una gasolinera en un sector denominado ‘Huachigrande’.
—Es que en Ambato todos (los sectores) son ‘huachis’—, me diría más tarde un taxista.
El viento congelaba los huesos, así que me acerqué a ellos y les pedí lo más caliente que tuvieran.
—¿Le apetecerá chocolate? ¡Pruébelo! Le va a gustar tanto que va a pedirme otro—, dijo la mujer.
—Está bien—, le dije a la señora y pedí uno con una sonrisa.
—¿De dónde viene, niña?-, me abordó su esposo.
—De Guayaquil, pero soy de Santa Elena.
—¡Qué bueno! A mí me encanta Guayaquil—, compartió el señor que no pretendía otra cosa que exponer su predilección por la Perla del Pacífico.
Yo asentí, mientras tomaba mi chocolate salvador y comía una tortilla de harina con queso.
—No me malentienda. Amo mi Ambato, pero Guayaquil es otra cosa. Cada quince días voy con mi esposa por negocios porque somos comerciantes y emprendimos nuestra propia empresa.
—Claro que lo entiendo. Por eso que usted dice yo salí de Santa Elena y busqué Guayaquil—, le comenté.
—Sí, en algún momento me gustaría vivir allá… ¿Se le terminó el chocolate? Le sirvo otro si gusta.
—Claro—, dije mientras me tomaba el último sorbo.
El hombre se volteó, cogió el termo y me vació el contenido en el vaso.
—Se va usted a casar, verá. Es el conchito lo que se lleva—, dijo mi anfitrión riéndose.
Y otra vez, mientras hablaba me acordé de ‘Benicio’ y no precisamente por la idea de casarse. ‘Benicio’ era un aventurero, un alma salvaje, pero con una formación y una forma de ‘venderse’ que era impensable no querer robarle un beso. No, no era por su físico: su personalidad por sí sola era irresistible.
Y el comerciante y su esposa me estaban vendiendo con su amabilidad su ciudad y sus productos.
Agradecí el chocolate y partí en busca de un taxi que me lleve al terminal. El destino: Baños.
Al cabo de hora y cuarto llegué a Baños de Agua Santa. Lo primero que sorprendió a mis ojos era el color y el ambiente de fiesta que se vivía. Era como una Montañita en medio del páramo.
Eran cerca de las nueve y media cuando llamé a Blanca y no me respondió. No había aceptado su invitación por querer ir a Arenillas y ahora estaba ahí, buscándola para saber dónde estaba.
Al final llamó y luego de decirme que estaba loca, me dio su dirección para que me hospede con ella, su novio y sus amigos. Previo a esto, había contactado a Leonor, mi amiga del trabajo, para que me indicara lugares en los que podía pernoctar. Leonor se alegró por mi y me pidió que disfrutara todo lo que pudiera.
Cuando llegué a la pensión de Blanca, ella y sus anfitriones estaban por salir. Estaba tan cansada, que rechacé cortésmente su invitación a bailar y me fui directo al cuarto a darme una ducha.
Mientras me secaba el cabello, tuve una idea. Tomé un libro, hice una foto de sus páginas con mi teléfono y se la envié a ‘Benicio’. Sería mi último intento para verlo.
Antes le había escrito para saber si nos veríamos como él prometió, pero nunca apareció.
Desconecté los datos de mi teléfono y dormí.
Al día siguiente me levanté temprano, aún quería ir a Riobamba, así que tenía que visitar dos lugares en los que fijé mi interés cuando arribé a Baños: el Pailón del Diablo y La Casa del Árbol.
Mi camino al Pailón no fue sencillo. Tomé otro bus que llegó en 40 minutos a la parroquia Río Verde, sitio en el que descansa el Pailón. Me dijeron que caminara por un sendero largo, pero terminé en la entrada del pueblo y el sonido del páramo empezaba a ponerme nerviosa.