Eficiencia de las boletas de auxilio en realidad
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¿Qué tan eficientes son las boletas de auxilio en realidad?
El documento es entregado como una garantía de protección, pero cada año se siguen reportando mujeres que mueren con una boleta de auxilio en la mano.
Melisa* estaba asustada, confundida, golpeada. Fue a una estación de policía en la pequeña parroquia de Mindo, en las afueras de Quito, pero le cerraron la puerta en la cara y la mandaron a dormir. Parecía que el piedrazo que había recibido hacía unos momentos no era agresión suficiente. Pero ella insistió. Al día siguiente, con asesoría de Geraldina Guerra, presidenta de la Asociación Latinoamericana para el Desarrollo Alternativo (ALDEA) fue a Los Bancos a solicitar una boleta de auxilio.
¿Le sirvió de algo? Melisa se seguía encontrando con su agresor en la calle, porque Mindo es un pueblo pequeño. “La verdad, a mí no me sirvió para nada”, recuerda. Es una pregunta que muchas víctimas y activistas se hacen: cuán eficientes son las boletas de auxilio para prevenir nuevas agresiones.
«La justicia le falló a Jhou», me dice mi colega Andrea Arias, mejor amiga de Jhou -como le dicen con cariño- con quien ella compartía el proyecto periodístico @WambraSapo.
Johanna había puesto una boleta de auxilio. Él ya había intentando estrangularla. pic.twitter.com/W8e5JbNt0b
— Karol E. Noroña (@KarolNorona) February 8, 2022
Las boletas de auxilio son una orden legal que se entrega como medida de protección, disponiendo el alejamiento de un agresor. Pero las cifras de violencia siguen en alza: en Ecuador, solo en 2022 murieron al menos 9 mujeres que tenían una boleta de auxilio en manos de sus agresores.
Mayra Tirira, coordinadora de acciones legales de Surkuna, una organización que trabaja por la defensa de los derechos de las mujeres, explica que la boleta en sí misma no soluciona el problema ni garantiza una efectiva protección, “si no está acompañada de medidas que realmente respondan a la realidad de las mujeres”.
Sin un sistema de acompañamiento integral, las boletas son solo papel
La funcionaria de Surkuna se refiere a qué, si bien la boleta promete garantizar la seguridad de la víctima, no viene acompañada de un seguimiento por parte de los agentes estatales. Es decir, funciona solo cuando la víctima llama a la policía a activar la boleta.
“La boleta no alcanza”, dice Geraldina Guerra. “Es un papel que debería estar acompañado y eso es lo que no funciona, que no está acompañada de un sistema de protección integral”, dice Guerra, quien fue nombrada una de las mujeres más influyentes e inspiradoras del mundo por la BBC en 2022.
Esto quiere decir que el trabajo de la Fiscalía se complemente y alimente con la información que también maneja la Unidad Judicial, la Junta de Protección de Derechos, el Ministerio de la Mujer, los servicios de salud, el Ministerio de Inclusión económica y Social (MIES), y sistema educativo, y que juntos le den seguimiento a los casos que cada uno logre detectar.
En la práctica, no sucede.
Guerra dice que hay pequeñas acciones que podrían hacer que una boleta de auxilio fuera más efectiva. Empezando porque las instituciones del Estado trabajen en conjunto, compartan información y coordinen acciones de seguimiento.
Además, Guerra dice que debería haber un sistema de protección o una Mesa Interinstitucional para Prevenir y Erradicar la Violencia Contra las Mujeres que se reúnan por lo menos una vez al mes y examine cuántas boletas se han emitido. Eso podría recogerse en un informe de cómo están las solicitantes.
Pero como hay varias instituciones a las que se puede acudir para solicitar la boleta de auxilio, y las medidas de protección en general, no hay información unificada. Cada organismo maneja sus propios datos. Le preguntamos a la Fiscalía cuántas boletas de auxilio les habían solicitado durante todo el 2022, pero no tiene un dato claro. Tiene una lista de delitos denunciados, pero dicen que sobre las boletas debe responder el Consejo de la Judicatura.
Una ex miembro de una Junta de Protección de Derechos dice que “no es posible que el Estado pueda tener agentes sombra detrás de todas las víctimas 24/7”. Por eso Geraldina Guerra propone como posible solución que “si la UPC por ejemplo hiciera una cosa tan sencilla como hacer unas patrullas nocturnas, por lo menos durante tres meses siguientes de emisión de la boleta preguntándole a la señora si está bien”, esa boleta sería una verdadera protección.
Entonces, ¿qué pasa cuando toman a las víctimas por sorpresa y no alcanzan a llamar? ¿O si no tienen un teléfono a la mano? ¿Qué pasa si cuando llega la policía ya es tarde?
No creerle a las víctimas, nudo fundamental
Para Melisa, una noche de agosto de 2021 fue la peor de su vida. No solo fue agredida, cuando intentó pedir ayuda le dieron la espalda. La tacharon de mentirosa. La culparon por haber estado bebiendo alcohol. Fue a una Unidad de Policía Comunitaria, “les dije, necesito que me ayuden, ¿qué puedo hacer? miren, estoy golpeada, por favor ayúdenme. Y me dijeron que no, que yo estaba en estado etílico y que me tenía que ir a dormir”.
Melisa estaba con dos amigos. Quería ir a una fiesta y solo uno se animó. “Me dijo sí vamos, yo te acompaño”, recuerda. Ella confió, ni siquiera dudó. Se fueron caminando, porque la distancia era corta.
En algún punto, el hombre propuso tomar un atajo. “O sea, yo confiaba, no me imaginé lo que me iba a pasar”, recuerda. Enseguida, sintió un golpe potente en la cabeza. “Caí al piso. La verdad, no sé ni cómo, avancé a reaccionar, a darme la vuelta. Lo vi encima mío, tratando de abusar de mí”, cuenta.
Ella se resistió. Él le dio otro piedrazo. “En ese momento, comencé a gritar como loca, a pelear por mi vida”, dice. El hombre le quiso dar otro piedrazo, y alguien encendió unas luces. El agresor salió corriendo.
Ella, confundida, también corrió, sin saber hacia dónde o qué hacer. Estaba herida, asustada. Decidió ir a donde era la fiesta a pedir ayuda a sus amigos, pero no había nadie. Entonces fue a la casa de una tía. Ella le dijo que se tranquilizara, le dio un vaso con agua y ella le contó lo que le había pasado.
Melisa no quería solo acostarse y olvidar todo: quería denunciar lo que le había pasado. Fue a una Unidad de Policía Comunitaria (UPC) y les contó lo que pasó. Tenía sus heridas como evidencia, pero como había estado tomando, ni los policías la tomaron en serio.
“Me cerraron la puerta en la cara. Me dejaron ahí afuera y yo no sabía qué más hacer en ese momento”, dice Melisa. Entonces se fue a su casa. Le contó a sus padres lo que le acababa de pasar, buscando apoyo, un consejo, un abrazo. “Pero nadie de mi familia me creía”, recuerda. Incluso, le decían lo mismo que los policías. Que estaba tomada, que seguro estaba exagerando las cosas y que era mejor que se acostara a dormir. «Les dije no: casi me violan, casi me matan, necesito ayuda”.
Sintió que se quedaba sin opciones. De repente parecía que la culpa era suya: por haber salido a tomar, porque era de noche, porque ella estaba con otros hombres, todo su culpa. No supo qué más hacer. “Me pegué un baño y me acosté a dormir”, dice.
De acuerdo con datos entregados por la Fiscalía General, en 2022 se hicieron 9.862 denuncias por abuso sexual en todo el país. Esas son las que han registrado, pero miles de casos, como le pasó a Melisa en un inicio, ni siquiera constan en el sistema: porque les dieron la espalda, porque era mucho trámite atenderla, creerle.
A la mañana siguiente de su agresión, fue a trabajar toda golpeada. Sus compañeros, preocupados, le preguntaron qué había pasado. Ella no quería contar mucho. “Nadie me va a creer y todos me van a juzgar”, les dijo. Pero la motivaron a seguir buscando ayuda.
Melisa recordó a la Fundación Salem, un centro infantil, juvenil y comunitario de Mindo, que es a la vez un espacio seguro que ofrece cuidado y acompañamiento a los menores. Alguna vez, Melisa fue a la fundación. Ahora tiene 28 años y aunque ya no es una menor de edad, allí la pusieron en contacto con Geraldina Guerra, quien le sugirió solicitar una boleta de auxilio. “Pero, para nuestra mala suerte, el teniente político no sabía ni por dónde empezar el escrito”, cuenta Melissa indignada, porque el encargado no estaba empapado de los procesos.
Tomaron la decisión de ir al cantón vecino de San Miguel de Los Bancos, donde pusieron una denuncia por tentativa de violación, pidieron la boleta de auxilio y una orden de alejamiento contra el agresor, otra de las medidas de protección establecidas en el Código Orgánico Integral Penal (COIP).
Pero tener la boleta no la libró de seguir en contacto con su agresor. Es la historia de muchas otras mujeres.
Falta de personalización, otro problema
Otro problema que resalta Mayra Tirira es la falta de personalización de las medidas por cada caso. “Las medidas de protección tendrían que ser como una receta médica”, explica. “Se va ajustando al caso en concreto, yo no puedo decirte que en todos los casos se administra paracetamol” dice Tirira. Claro: cada caso de violencia es diferente y sucede en contextos distintos.
Por ejemplo, si la víctima vive con su agresor, tal vez la medida más efectiva no es una boleta de auxilio, sino una orden de desalojo. “Yo creo que esa es una de las principales fallas en el propio sistema, que no hay una verdadera valoración de cuál es la mejor medida de protección para las mujeres”, enfatiza Tirira.
Por último, la notificación a los agresores es una traba en la que tres activistas consultadas coinciden que el sistema le falla a las víctimas. Si una mujer pide una boleta, pero la institución que la emite no consigue notificar al agresor, sea personalmente o por vía electrónica, dicha boleta es solo un papel sin validez legal alguna. “En muchas localidades usualmente lo que se pide a las víctimas es que sean ellas mismas que les notifiquen al agresor, porque no tiene suficientes policías porque no hay una autoridad”, dice Guerra.
Pero si el agresor se esconde o simplemente nunca responde los llamados del notificador, ¿Qué tan eficientes son las boletas de auxilio, si no queda activada y no tiene efecto en caso de una agresión futura?. “Esa boleta no pasa de ser un papel escrito”, dice Geraldina Guerra. A lo sumo, quedará como precedente, pero no tiene un valor punitivo contra el agresor.
¿Quién acompaña a las víctimas?
Melisa cuenta que después de su agresión, sufrió varias consecuencias sociales también. “Tú sabes, en un pueblo pequeño te empiezan a juzgar, que porque una mujer estaba afuera a esas horas de la noche. Yo pasé como tres meses encerrada”, cuenta. Huía de los comentarios y las miradas que siempre la juzgaban a ella, mientras su agresor seguía viviendo su vida con absoluta normalidad.
Melisa vivía en Mindo, una pequeña comunidad rural al norte de Quito. Era mesera, es madre. Vivía una vida bastante normal— cotidiana, podría decirse. Hasta que una noche salió con dos amigos y absolutamente todo cambió. No sabía lo que le deparaba.
“Es un poco un poco complicado contar, pero bueno, sé que va a servir para otras mujeres”, dice, tímida e insegura. Esa noche de agosto de 2021, fue con sus amigos a un parque. Se estaban tomando unos tragos —algo que mucha gente de Mindo hace. Ella no sintió peligro. Eran sus amigos. En un punto, un conocido se acercó y empezaron a conversar. Y ahí empezó su suplicio.
Después de esa horrenda noche, cayó en un estado de depresión e incluso llegó a contemplar el suicidio. La familia de su agresor trató de acallarla. Le ofrecieron dinero a cambio de su silencio, para que no manchara el nombre de quién intentó violarla, de quien la golpeó. Pero ella se rehusaba a dejar que los demás ganaran y ella quedara como mentirosa. “Yo dije que no. Yo tenía mis principios e iba a mantener mi palabra hasta el final. Y seguimos este proceso con una abogada de Warmi Pichincha (un servicio de protección para mujeres), la Fundación Salem y Geraldina”, dice.
Pero el proceso de denuncia tampoco fue fácil. Hubo muchos cambios, no solo de abogados sino del delito que denunciaban. Al final, el agresor de Melisa fue acusado de lesiones leves, a pesar que ella esa noche recibió varios golpes con piedras que terminó en un intento de violación. “Él iba a ir por cuatro o cinco meses preso. Al final no fue ni siquiera preso, sólo tiene que presentarse por cuatro meses a la Fiscalía. Ya va en el segundo mes. Y me dieron una indemnización de 500 dólares”, dice Melisa mientras suelta una risa de ironía, por el absurdo que significa que el día más traumático de su vida, le haya costado a él solo 500 dólares.
Melisa ahora vive en Europa. Se fue porque no podía más con las miradas, los comentarios, con el entorno que la seguía culpando a ella de su agresión. “Casi me matan. Casi me violan. Y dije no, necesito salir de Mindo, necesito sanar, empezar de cero”, dice. Se siente la indignación en su voz, la frustración de haberse ido, de dejar a su hijo temporalmente mientras se acomoda en su nuevo hogar.
“Estuve casi como un año con una psicóloga auspiciada por la fundación Salem, no por el Estado, porque la verdad al principio yo no podía dormir, tenía desconfianza de todo mundo, tenía pesadillas”, dice. Hasta tiene migrañas, secuela de los golpes que recibió en la cabeza.
Aún así, dice que ahora está mejor. Pero siente que el sistema le falló, que nadie la protegió, que su boleta de auxilio no sirvió de nada. Su agresor siguió con su vida, se lo siguió topando en Mindo. Él con la cabeza en alto y ella escondiéndose. De él y de todos.
*Melisa es un nombre protegido.