Tres fotógrafos de prensa cuentan sus vivencias durante la pandemia de coronavirus

Quito –

Distintas profesiones se han visto afectadas por la pandemia de coronavirus, ya sea porque se llegaron a contagiar o porque no los ha dejado continuar con su trabajo.

En esta ocasión tres fotógrafos de prensa de Quito narran lo que han vivido durante la emergencia.

Henry Lapo (47 años)

El jueves 14 de mayo Henry tenía tos y se dio cuenta que no tenía olfato. Tomó un frasco de mentol chino y se metió con sus dedos en las fosas nasales. No olió nada. Conocía de sobra el fuerte olor del mentol. Probó con un perfume, nada. Con otro perfume, nada. Ese día los casos de coronavirus en Ecuador sumaban 30 502 y los fallecidos 2338.

Cinco días antes, el 9 de mayo, empezó la historia del coronavirus en el interior de Henry Lapo, fotógrafo de los impresos, Expreso y Extra, pero, él no lo sabía.

«Como fotógrafo, uno no se queda quieto», cuenta Henry. Esa noche quería hacer una foto de la súper luna. «Me quedé hasta bien tarde, pero el clima no fue favorable. Entonces decidí madrugar a las 05:00 y lo hice».

Horas más tarde, en pleno Día de la Madre, tenía dolor del cuerpo. Pensó que se había resfriado porque no se abrigó bien mientras esperaba la luna en la terraza. Fue a la farmacia. Solo le vendieron paracetamol y un par de pastillas para la gripe.

«El lunes y el martes, tuve fiebre. Tomé limonada y naranjada con canela como las recetas de la abuelita. Me hizo sudar y el miércoles amanecí bien», dice Henry convencido de que era un resfrío.

El jueves perdió el olfato. El viernes 15 perdió el gusto. Todo lo que probaba lo sentía metalizado. «Entonces, me acordé que el día anterior, el compañero conductor había dado positivo de COVID-19 y estaba en el hospital con su esposa», dice Henry.

El conductor era de su mismo grupo de trabajo y pensó, aunque incrédulo, que pudo haberse infectado.

Ese mismo día apareció el dolor de cabeza. «Ahí sí fue como cuando la puerca torció el rabo. Sentía como que me estiraban la base del cráneo. Me tomé paracetamol y nada», cuenta Henry excitado.

Angustiado llamó a telemedicina de su seguro médico privado. La doctora hizo las preguntas de rigor y le dijo que había sospecha de COVID-19 y le recomendó que se haga la prueba, que tome paracetamol y unos sobres para los bronquios, que no le podía recetar nada más.

Llamó al 171 del Ministerio de Salud. Después del interrogatorio, le dijeron que espere tres días y si sigue igual, que se haga la prueba. «Les dije que me den medicación porque no soporto el dolor de cabeza. No, nosotros no somos médicos, solo somos del call center -dijeron-. Lo mismo que nada, no me ayudaron», relata Henry.

Minutos después de colgar, llamó al laboratorio privado para que le hagan la prueba.

Llegó la noche y Henry no soportaba el dolor de cabeza. «Ahí sí, puedo entender que mucha gente que no soporta algo atenta contra su vida”, reflexiona Henry.

Al consultarle si tuvo la idea de intentarlo respondió: «No, pero que bestia, llega un punto en que tú dices ‘Dios mío, prefiero estar muerto’. Me arrodillé y pedí a Dios».

Desesperado, volvió a llamar a telemedicina. Le suplicó al doctor que le recete algo para el dolor de cabeza, el médico le dijo que compre migraflash. «Diosito, no sé si fue peor la medicina que la enfermedad, porque fue como meterme un balazo en la cabeza», describe Henry.

«En la madrugada del sábado.. la tos era como si me empujaran desde el interior del tórax, no podía dormir. Me levanté, me arrodillé y dije: Señor, ten misericordia de mí, quítame este dolor», relata.

Amaneció el sábado, el dolor de cabeza no cedía y decidió no tomar la pastilla. Llamó otra vez al laboratorio, le respondieron que tenían otros casos en agenda. Recién el lunes a las 10:00 le hicieron la prueba y el resultado llegó el miércoles 20. Fue positivo.

«Al principio, estaba reacio a aceptar que tenía coronavirus, quería pensar que era una mala gripe, pero con ese resultado, dije: me voy al hospital», cuenta.

Con su novia, al día siguiente, se fue al hospital del IESS Quito Sur. Entró a unas carpas, pero antes de que sigan con los procedimientos, Henry avisó que era positivo de COVID-19 y lo enviaron a Emergencia.

Henry cuenta que había tanta gente contagiada y no tenían camas disponibles. Después de esperar un buen tiempo, le dieron una silla. A las dos de la madrugada llegó un médico a la silla. Le tomó la presión, le hizo una placa de los pulmones, le sacó sangre y nuevamente volvió a su silla.

«A las 08:00, me dijeron: bueno señor Lapo, en sus placas vemos que su pulmón está afectado. A partir de este momento queda hospitalizado. Por favor, tenga paciencia, no hay camas en este momento, le vamos a tener aquí», relata Henry.

Le pusieron tres inyecciones anticoagulantes en el ombligo, después otras tres. Le dieron una pastilla que no recuerda el nombre y paracetamol directo a la vena. «Era un frasco del tamaño de una cola personal que debía tomarme en dos minutos, a través de una manguerita de un suero. A raíz de ahí, mi dolor de cabeza bajó», dice.

Estuvo en Emergencia desde las 15:00 del jueves hasta las 19:00 del viernes. Esa noche Henry tuvo una cama. Cuenta que los médicos estaban pendientes de él, que llegaban cada tres horas, le tomaban la presión y la saturación y verificaban si necesitaba oxígeno. Hasta se sorprendió de que la alimentación era buena y variada.

Añade que el momento más crítico tuvo angustia, pero también fe y buscó refugio en Dios.

En medio de todo, Henry nunca dejó de pensar y sentir como un fotógrafo. En las mañanas revisaba su celular para ver noticias. Hizo algunas fotos. «En las mañanas, en mi habitación, trotaba y hacía ejercicios de estiramiento. Quería cansarme para que mi cuerpo tenga más necesidad de oxígeno para fortalecer mis pulmones», explica.

Al tratar de recordar dónde se contagió, indicó que en su trabajo salían por grupo y que el último contacto con ellos había sido el 5 y 6 de mayo. «En la empresa nos dieron trajes, mascarillas, gafas, guantes y, aparte, llevaba mi frasco de alcohol. Te prometo que me faltaba tomarme nomás, me ponía en todas partes por precaución».

«Un par de veces que salimos a coberturas, abrí las ventanas y me quité la mascarilla para respirar mejor, porque el auto estaba caliente y sentía que me ahogaba. En esos días, al gordo (Marco Quiñonez, conductor del auto) le veíamos medio mocoso, por ratos tosía y él también se sacaba su mascarilla dentro del auto. Tal vez ahí (se contagió)», dice.

Otra opción era que al final de la jornada de trabajo, tipo 12:30, todos bajában a la cocina a almorzar, sin guantes ni mascarillas, con seis compañeros más y compartían la mesa.

«En el trabajo en la calle siempre teníamos más cuidado, mayormente cuando decían que hay un muerto posible COVID, ahí disparábamos desde lejos con el 200 (lente teleobjetivo de 200 mm), nunca nos acercábamos al cuerpo», explica Henry.

Volviendo a su paso por el hospital, el martes 26 de mayo llegó una enfermera a su cama y le dijo: «señor Lapo, usted ha evolucionado rápido y bien. Lo vamos a bajar a la carpa con prealta».

Al día siguiente el número de contagiados por COVID-19 sumaba 38 103 y Henry Lapo, después de 6 días internado, abandonó el hospital justo cuando la cifra de fallecidos llegó a 3 275, pero él no fue parte de esas estadísticas.

Gustavo Guamán (36 años)

Soportó por 10 días fiebre, tos, diarrea, pérdida del olfato y el gusto, junto con su esposa y su hijo de 16 años. A su hija de 12, apenas estuvieron enfermos, la mandaron con su abuelita.

Cuando empezaron los síntomas, Gustavo y su familia fueron al seguro privado y les diagnosticaron faringoamigdalitis. Dos días después, no tenían mejoría y decidieron ir al IESS. «Mi esposa se dobló, porque tenía tos y dificultad para respirar, pero ni así nos hicieron la prueba», dice Gustavo.

El diagnóstico fue el mismo, faringoamigdalitis, les dijeron que en cinco días se iban a recuperar. Les dieron paracetamol y les inyectaron biconcilina.

Después de diez días de enfermedad su salud mejoró. Luego de cinco días se enteró que 3 de los 7 compañeros del grupo de trabajo estaban contagiados de coronavirus. Su empresa lo contactó, le hizo la prueba y dio positivo.

Su esposa y su hijo también se hicieron la prueba y dieron positivo. Gustavo Guamán, fotógrafo de los diarios Expreso y Extra, y su familia sufrieron los embates del COVID-19 sin saber que tenían el virus.

Cuando lo supieron, les dijeron que deben estar desarrollando anticuerpos. Si no se hubieran infectado sus compañeros de trabajo, Gustavo jamás se hubiera enterado.

Daniel Molineros (37 años)

Daniel ha trabajado sin parar desde el inicio de la pandemia de coronavirus y cuenta que para iniciar su jornada laboral sale de la casa en ropa interior y se viste afuera, después sube al carro. Cuenta con dos paradas de ropa separadas solo para trabajar.

Tiene dos aerosoles desinfectantes, dos frascos de alcohol y dos de gel. Uno de cada uno en el carro y otro lleva con él todo el tiempo. Siempre usa mascarilla. Cuando se encuentra con compañeros periodistas y fotógrafos saluda desde lejos. Con los más cercanos, un topecito de zapato o de codo y en seguida se pone gel.

«Hay bastante paranoia, sobre todo, en colegas de agencias internacionales. Ellos casi ni saludan con nadie, entonces, me alejo un poquito. En cambio los compañeros de televisión y de los otros periódicos, como están trabajando en un carro todo el equipo, cuando se bajaban no se separaban los dos metros», reflexiona Daniel.

«Cuando regreso a mi casa me espera mi papá o mi esposa con una bomba de fumigar agrícola, que está llena de alcohol, adaptada para la pandemia. Me fumigan de pies a cabeza», explica Daniel.

Después se quita la ropa y la cuelga en un alambre, entra a su casa tal como salió: en ropa interior. Solo después de una desinfección minuciosa saluda con su familia. Vive con sus padres, su esposa y su hija.

Al consultarle si ha tenido miedo, responde que indudablemente.

«No se compara el miedo en las manifestaciones de octubre de 2019, donde puedes soportar gas lacrimógeno, recibir un bombazo, un golpe, pero sales del sitio y estás a salvo. En cambio en la pandemia COVID-19 pones un pie fuera de tu casa y estas en peligro de contagio. Por ejemplo: estaba trabajando en las protestas del 25 de mayo con todas las precauciones y un manifestante, a menos de 2 metros, empezó a escupirles a los policías. Eso me causó un temor que me pregunté ¿Y ahora? ¿Qué pasó? ¿Estuve muy cerca? ¿Me contagié? ¿Esa persona estuvo contagiada? Retrocedí pronto y me puse alcohol por donde pude. Miedo sí, todo el tiempo tengo miedo», concluye Daniel. (I)