Crímenes de papel / 21+7: Los laureles de Laurel & Hardy

No hay nada más frágil que las filias y las fobias. Estas son delicadas, no porque sean fáciles de destruir, o se les pueda hacer daño, sino porque se alojan en ese recóndito lugar del yo donde sólo nosotros podemos entrar; un santuario en el que vamos depositando los tesoros más queridos, aquellos que, al final, nos ayudarán a definirnos. Muchos de esos tesoros se adquieren en la infancia, cuando somos más lúcidos para estas cosas. Después ya nos echamos a perder y se nos atrofia ese músculo: es lo malo de que la parte entrópica de nuestra educación se interrumpa cuando comenzamos la escuela. Por suerte, siempre nos queda algún residuo fractal y, con un poco de voluntad, podemos simular que seguimos llenando ese santuario de tesoros que llamamos gusto. En realidad, lo que hacemos el resto de la vida es seleccionar aquello que se parece a nuestras primeras apetencias. En mi caso, por ejemplo, tengo un depósito lleno de gatos, leche, taciturnitate, frío, Shirley Temple, novelas negras y góticas, cómics y otras cosas que no voy a revelar. Y las películas de Stan Laurel y Oliver Hardy. El gordo y el flaco, claro. Pocas veces he llorado tanto de risa como en aquellas en que he visto sus entrañables aventuras. Por eso mismo, a causa de mi laurelhardismo, Chaplin jamás me ha hecho demasiada gracia, aunque reconozco que es sin duda otra estrella, y que hay una escena de La quimera del oro con la que lloro siempre, cuando Charlot hace bailar dos panes; y que el discurso de El gran dictador es un monólogo que deberían poner todos los años en las escuelas del mundo, si es que queremos seguir teniendo democracia. Eso sí, después de pasar algún episodio de la vida de Laurel y Hardy, porque la vida siempre debe ser más alegre que triste: el humor salva más vidas que la penicilina. O no. Ahora mismo recuerdo una escena cumbre: Ollie visitando a Stan en el hospital de veteranos, en el que convalece después de regresar de la Primera Guerra Mundial. Como el gordo se demora, Stan —que no encuentra dónde esperar— se sienta en una silla de ruedas especial para cojos, y se ve obligado a recoger una pierna. Y entonces llega Ollie y se entristece mucho porque cree que su querido amigo ha quedado inválido en la batalla. El flaco no lo saca de su error, porque no se da cuenta, y deja que su amigo lo lleve en brazos… hasta que el gordo se da cuenta, y todo ya es una sampablera. Que dos actores puedan hacer humor con el trauma de la guerra —¡de la Gran Guerra!— es el signo inconfundible del talento que roza el genio. «¡Ollie, Ollie, Ollie!», es la muletilla final de Stan, que siempre recibe un sopapo, a veces inmerecido. Años después hubo una serie de dibujos animados a la que me enganché un poco, pero ya no era lo mismo: el cine mudo es el cómic del celuloide.

He hecho este rodeo a lo Úslar Pietri —que comenzaba el Valores humanos de los «amigos invisibles» refiriéndose a una cosa para hablar de otra— porque me toca escribir sobre una novela que atesoro como un descubrimiento nuevo cada vez que la releo. La primera vez que la tuve en mis manos, en esa cómoda edición del Libro amigo de Bruguera (la última edición de Seix Barral está descuidada y tiene un innecesario y mal redactado prólogo de un tal Galeano), no veía la hora de acabarla para comenzar otra vez; como en esas películas que nos gustan tanto, que salimos queriendo regresar al asiento. Porque Triste, solitario y final (1973), primera novela de Osvaldo Soriano (Argentina, 1943-1997), es un carrusel en el que uno se monta sin saber que el viaje será tan divertido, tan melancólico. De Soriano sólo conozco otra de sus novelas, A sus plantas rendido un león (1986), otra joya en la que el autor echa una mirada cómica, pero mordaz, a ese disparate interesado que fue la guerra de Las Malvinas, y que con tanta ansiedad y rabia seguimos en 1982 (la «guerra» duró lo que duró el viaje del Queen Elizabeth II hasta el polo sur): Un diplomático argentino, olvidado por su gobierno en un país africano, lleva su propia guerra contra el embajador inglés, a quien odia por razones más que patrióticas. Otra desternillante novela que recomiendo.

Los protagonistas de Triste, solitario y final son tres: Stan Laurel, Philip Marlowe y Osvaldo Soriano. Este Marlowe de Soriano tiene gato dormilón, está en la ruina, ha envejecido y detesta a Chaplin: «Sacó la entrada y se quedó en el hall fumando un cigarrillo. Esperó a que terminara la película de Chaplin. No le gustaba ese hombrecito engreído, al que siempre le iba mal en las películas y bien en la vida». Yo no sé si estoy de acuerdo con este Marlowe, porque si bien las películas de Charlot nunca me han llamado la atención, el actor, Charles Chaplin, me cae bien, a pesar de sus claroscuros: caprichos de las filias. El asunto es que Stan Laurel le hace una visita a Marlowe, porque quiere contratarlo para que averigüe por qué nadie le da trabajo en Hollywood. Con el gordo muerto, parece que a nadie ya le interesa el viejo comediante. En principio, Marlowe no acepta, pero después de ir al cine recapacita y asume el caso. Torpemente, va a visitar a John Wayne —este sí: no lo soporto ni a él, ni a su etnocéntrico y casposo personaje de vaquero mataindios y salva civilizaciones; Wayne encarna lo peor del machismo y del racismo del cine, a mi modo de ver—. Y, como era de esperar, Wayne recibe al detective de Chandler con una paliza que lo envía al hospital. Cuando recupera el conocimiento, Marlowe ve que el viejo Stan está a su lado. Pero nada pueden hacer para averiguar por qué han dejado de lado a la antigua estrella del humor, al que ni siquiera Jerry Lewis ni Dick Van Dyke dan trabajo.

La novela abre la segunda parte varios años después de la muerte de Stan Laurel, en el cementerio donde está enterrado. Allí Marlowe se encuentra con el tercer protagonista, Osvaldo Soriano, que a su pesar ha viajado a Estados Unidos a hacer una investigación sobre la pareja de comediantes con la intención de escribir una novela, y ambos se ven embarcados en una gun movie en la que van a llevar más golpes que una gata ladrona. Y, encima, a Soriano lo confunden todo el tiempo con un mexicano. La novela no está exenta de crítica al amerian way of life, claro; Soriano no era un ingenuo. Esta segunda parte es menos entrañable que la primera —Stan Laurel ya no deja su aroma de suave afecto en las páginas—, pero es más literaria: metanovela, metaficción, búsqueda del ser de los personajes, y juego con el género negro, al que parodia, salpican por todos lados la prosa firme del autor. Todo con una sola intención: dejar claro que los perdedores siempre pierden, pero son más interesantes, más amables, más literarios. Yo recomiendo encarecidamente un minuto de silencio por el entierro del gato, y por los laureles nunca ganados del Stan. Hay que decir con Cortázar: «Te agradezco, Osvaldo, el incesante, perfecto humor de tu prosa», y las horas de risa que siempre nos deparas.

Triste, solitario y final

Osvaldo Soriano

Barcelona, Bruguera, 1983

182 p.