Artesanos de Samborondón hablan del precio de su creatividad

Un tejedor sin horarios

“Lo que yo hago es calidad, basado en la experiencia y la dedicación, hay otros que tejen en Samborondón, pero ninguno como yo”, asegura Washington Aldaz, de 78 años de edad.

Presume de un oficio que aprendió de su fallecida madre, Eugenia Montero, y al que se dedica desde que tenía 44 años. A esa edad cambió la rutina de salir a pescar desde la noche hasta la madrugada, para quedarse haciendo redes para capturar peces, y hamacas.

Abandonó la pesca porque tuvo un derrame cerebral, eso le generó dificultad para mover sus manos, pero lo que no sabía es que tejer se volvería una terapia. No solo mejoró el movimiento de sus articulaciones, “me dio alegría, es una emoción que no puedo describir, hacer esto que me gusta tanto, estoy agradecido de Dios de que puedo vivir haciendo lo que amo”, expresa el septuagenario.

Sus ojos brillan, parece que quiere llorar mientras le toman las fotografías para este reportaje, se siente orgulloso. “Yo tejo durante el día y la noche, a veces hasta de madrugada me levanto”, dice mientras acomoda una hamaca de colores.

Las hamacas cuestan $ 8 y $ 10 y $15, según el tamaño, tiene atarrayas de pesca de entre $ 100 y $ 150, redes de $ 15, y net para jugar volley a $ 15. El precio depende de la medida y de la calidad del hilo que use.

A la perfección y con rapidez domina la ojeta, me explica que es el nombre de la aguja que usa para tejer, que es su principal herramienta.

Lo único que le causa malestar es el dolor de espalda, lo tiene desde hace unos días, tras haberse golpeado en un bus de transporte urbano, que “frenó a raya”, y no le dio tiempo para sostenerse; iba de pie y en un carro lleno de pasajeros en la Ruta Salitreña.

“Estoy agradecido que no fue algo peor, sigo sano y vivo, y con eso puedo hacer mucho. Yo soy un hombre de mucha fe”, expresa y deja ver una sonrisa cándida entre sus arrugas.

Camina a paso lento y un poco encorvado, pero habla claro y en un tono de voz fácil de entender.

Cuenta que vive en la cabecera cantonal de Samborondón desde hace 40 años.

El lugar favorito para mover la ojeta y unir la piola es la entrada de la casa, cerca de la puerta, que es hecha de un colchón viejo y zinc. Se sienta junto a un tronco de madera, que es una base de su vivienda, se alumbra con un foco que cuelga desde el techo.

“Yo no he pensado que más puedo hacer, esto es lo que quiero hacer hasta cuando Dios me dé vida, que sea mucha”, manifiesta. Su contacto es el 099-345-0674. (I)

Es una emoción que no puedo describir, hacer esto que me gusta tanto, estoy muy agradecido de Dios de que puedo vivir haciendo esto es lo que amo. Tejo en el día, noche y hasta de madrugada.

Él revivió la astillería

Una canoa de un metro de largo, 20 cm de ancho y 11 cm de alto, de colores amarillo, blanco y rojo, fue el regalo que le dio a uno de sus hijos hace 22 años. Dagoberto Rodríguez la hizo inspirándose en que él siempre deseó una igual en su infancia.

El juguete con el que simulaba una canoa en la niñez era un pedazo de madera con un clavo, del que sostenía una piola para darle movimiento sobre el agua. Dagoberto empezó a hacer canoas pequeñas desde que hizo la de su hijo, dice que se dio cuenta de que era una forma de mantener por más generaciones la astillería.

“Es que ya con los años menos gente usa, tiene y pide que le hagan canoa, porque hay otras formas de transportarse, el fluvial va quedando de lado”, aseguró.

En esa época, es decir hace más de 20 años, él trabajaba arreglando canoas y elaborándolas. Es miembro de una de las cinco familias de Ciudad Samborondón que mantienen el oficio de astillería naval. “Yo aprendí de mi padre y de mi abuelo, y lo de artesano lo tengo bien marcado. Uno de mis abuelos, José Vargas, fue el fundador de la alfarería en Samborondón, yo lo acompañaba de pequeño a vender ollas de barro, pero más me gustó ser astillero”, cuenta.

En hacer una canoa en miniatura puede tardar hasta 24 horas, pero se toma unos cinco días para que no se vuelva un trabajo tenso y agotador.

En Samborondón lo llaman Mico, es el único que hace este tipo de embarcaciones pequeñas y dice que no le importa que por eso algunos le digan “adefesioso”. Pero también hay moradores que lo conocen como artesano, porque han visto cuando recorre las calles para vender su trabajo o laborando afuera de su casa con martillo y serrucho.

Dice que mientras más pequeña, es más barata, pero más difícil de construir. “Hay de $ 150, $ 120 y hasta de $ 100, dependiendo de la forma y tamaño”, manifiesta emocionado y añade que las vende al contado o en plan acumulativo.

Usa madera, cola (goma), clavo de pulgada y media, masilla con polvo, lija y pintura.

Cuenta que no ha hecho ni reparado una canoa grande desde hace seis meses porque los agricultores, sus principales clientes, están pasando “momentos difíciles en su economía por el bajo precio del arroz”.

“Me siento alegre, es algo novedoso lo que hago y ahora es mi único sustento, le pongo todo mi amor, yo se las hago como la deseen, en este trabajo solo hay que tener harta paciencia, a veces las piezas no quedan bien y toca rehacer”, afirma.

Para solicitar su trabajo se lo puede llamar al 099-367-7669. (I)

Me siento muy alegre, es algo novedoso lo que hago y ahora es mi único sustento, le pongo todo mi amor; yo se las hago como la deseen, para hacerlas solo hay que tener harta paciencia

Dagoberto Rodríguez Vargas hace canoas pequeñitas que cuestan entre $ 100 y $ 150. VÍCTOR SERRANO

Teje hábilmente zapatos

Es perfeccionista. Teje con habilidad y sin prisa, y si un punto del tejido no queda tan bien, aunque ya esté por terminar, no siente pena de sacar el croché y desbaratar toda la forma que ya le dio al zapato con el hilo especial.

Hacer un par de zapatos tejidos le puede tomar hasta seis horas. Yrene Barco usa una plantilla o suela de cuero y de caucho en la que hace perforaciones y pone la base con el hilo, y con sus manos va dando forma a diseños personalizados.

Lleva cinco años en su negocio. “Yo me siento orgullosa de ser emprendedora, yo no llegué a la universidad y por eso en ocasiones es difícil encontrar un trabajo estable, me encanta crear, yo soy tan feliz haciendo esto, y siempre estoy yendo a talleres para capacitarme. Creo que por donde vivo la mayoría de las mujeres se queda solo siendo ama de casa, yo soy mi propio jefe con mi emprendimiento, la vida me ha enseñado que uno debe luchar con las armas que tiene, y la mía es tejer”, dice la mujer de 26 años, que sueña con tener un local en el que pueda tener de forma permanente un stock de zapatos para sus clientes.

Su trabajo lo hace para todas las edades, para hombres y mujeres, los zapatos cuestan un promedio de entre $ 20 y $ 30, dependiendo del diseño. Puede hacer informales, casuales, sandalias con tacos o sin tacos y escarpines.

Recuerda que uno de los trabajos más llamativos que ha tenido que hacer fue unos zapatos que parecían deportivos, de la marca Adidas. “Fue un reto, quedaron bonitos, me encanta que me pidan cosas diferentes”, asegura.

Cuenta que, a veces, recicla para su trabajo. En su casa recibe calzados o sandalias en desuso, los revisa, si aún sirven los lava, lija, hace perforaciones y obtiene nuevas plantillas.

Cuando empezó su emprendimiento hacía zapatos y los tenía en su casa. “Dejé de hacerlo desde que me robaron, había invertido mucho en hilos, me arrebataron el bolso en Guayaquil y se lo llevaron. Me quedé sin materia prima por un tiempo, pero nada me detiene, yo amo esto”, dice la joven que tomó a los 12 años sus primeras clases de tejido en Tarifa, donde vive desde su niñez.

Dice que, además, en los últimos dos años ha ido a prepararse en clases particulares, en Guayaquil.

Todas las tardes se acomoda en una silla para hacer lo que le encargan. Y desde hace unos meses ya no está sola tejiendo. Su esposo, Héctor Rugel, se sienta con ella cuando llega del trabajo; le está enseñando y ya está ayudándole a elaborar los zapatos para hombres.

Se la puede contactar al celular 099-472-0530, recibe pedidos con una semana de anticipación. También hace carteras y monederos.(I)

Donde vivo la mayoría de las mujeres se quedan siendo amas de casa, soy mi propio jefe, la vida me ha enseñado que uno debe luchar con las armas que tiene, y la mía es tejer.

Yrene teje desde que tenía doce años, pero empezó a vender sus trabajos hace cinco. JORGE GUZMÁN