Tres escritores latinoamericanos raros
En la literatura latinoamericana viene desde hace más de medio siglo haciéndose referencia a autores con el calificativo de raros. Digo en la literatura latinoamericana, ya que desde antes, en un plano más general, Rubén Darío hace un ejercicio de referir a sus autores admirados en su libro Los raros. Pero la mayoría de los referidos por Rubén Darío en ese libro son franceses.
Raros por su separación del realismo, raros por su dislocación de la realidad o el tiempo en sus escritos, raros por su posición iconoclasta ante la vida o la sociedad. Y sobre todo, raros, por el todo de sus obras, diferentes del resto, o abiertamente a contracorriente de las literaturas de sus respectivos países o regiones.
El primer autor que referiré, Renato Rodríguez, tiene una obra única, maravillosa y radical. No es una obra que fuera acorde a la narrativa imperante en aquella época en Latinoamérica, la del Boom Latinoamericano, pero sí coincidía con la obra de autores de otras latitudes. Renato Rodríguez nació en Margarita en 1927 y falleció en 2011, y las únicas narrativas con quién podría compararse su obra consisten en nada más y nada menos que con Thomas Pynchon. En una entrevista que alguna vez leí por la red, el mismo se refería a su obra como “auténticamente venezolana”, en el sentido de como utilizaba un tiempo desarticulado, desenfado y un lenguaje escatológico. Y esto está en Renato Rodríguez desde su primera novela Al sur del equanil. Desenfado, tiempo desarticulado, lenguaje escatológico, y yo añadiría autoficción, metaficción, datos enciclopédicos de temas tan variados como la biología de las ratas, la historia de los sefardíes o la música, y toda una gama de referentes venidos de la cultura popular (El bonche). El viaje sin descanso, pero más allá del idealismo o felicidad de Kerouac. No, en Renato lo que hay es angustia. Angustia, desasosiego. Mil recuerdos atravesados por un humor bien loco, con cierto deje de tristeza. New York, Alemania, París, Colombia, Chile, Martinica cualquiera puede ser un escenario para Renato Rodríguez. También, a veces el viaje rinde menos y solo llegan hasta Cúcuta aunque planeen ir más lejos, como en La noche escuece. La sombra de su padre, a quién llama Der KafkasVater, sobre su vida, MeinVater, dice él, que nació el mismo día que Kafka.
El segundo autor que referiré, es Felisberto Hernández. Escritor uruguayo, pianista y cuentista excelso. Dato curioso: estuvo casado con una espía soviética, la española África de las Heras. Sus cuentos son como un viaje de LSD de pesadilla y asombro al mismo tiempo, hasta sus últimas consecuencias. Como viajar a una versión distópica de Buenos Aires o Montevideo, con Joy Division de fondo. Sus cuentos son como artefactos de relojería, más bien, son como pequeños robots, máquinas conscientes, prestas a iniciar una rebelión contra el lector. Cuentos como “La casa inundada”, o “La mujer parecida a mí” generan una sensación de claustrofobia, hilaridad y asombro por el mundo. En general, los cuentos de Felisberto Hernández están llenos de surrealismo, una aparente ingenuidad (que se podría intuir como bastante trabajada) y una visión del mundo por las pequeñas cosas, o las cosas extrañas. Los personajes de Felisberto se fijan en balcones, árboles, narices, sillas, zapatos. Eran caballos, o viajan al pasado y les molesta explicar como lo hacen. Si la etiqueta de raro encaja en algún autor, se trata de Felisberto Hernández.
El tercer autor que voy a referir es Lorenzo García Vega. De nacionalidad cubana, aunque según el mismo, apátrida y residente en Playa Albina (como le gustaba llamar a Miami). Nacido en Cuba en 1926 y fallecido en Miami en 2012, participó en la revista Orígenes (de José Lezama Lima) y vivió en diversos países, (según tengo entendido, entre esos lugares, Caracas, según él mismo siguiendo los pasos de Alejo Carpentier), antes de establecerse definitivamente en Miami. Lorenzo García Vega ha sido uno de los mejores descubrimientos que he hecho en cuanto a hallazgos literarios. Leyendo su novela Devastación del hotel San Luis, que encontré en la biblioteca Luis Ángel Arango, encontré a un autor único. Lo primero que vi en esta novela fue un prólogo donde el mismo refería que lo que se propuso fue hacer una “novela mala”. Lo que viene a continuación es un narrador que también dice que va a hacer una “novela mala”. Está mintiendo o fingiendo modestia, porque a mi juicio la novela es buenísima. Alude a Macedonio Fernández, a personajes que no existen pero que están en la narración. Aparecen miles de personajes, uno “demasiado triste como para ser algo más que un pajero”, “un redneck como de cien años”. Un personaje que para hacer un cuento como Salvador Garmendia, debe seguir una serie de pasos extraños, pero precisos. Películas soviéticas que dan peos como la carne importada de la Unión Soviética. El pasado se mezcla con el presente, con el futuro. El narrador sabe que está viejo, aunque dice que desde que es viejo se ha vuelto más joven. O con más idioteces, con menos seriedad. El narrador se mezcla con el autor, y hasta quizá con el lector. El lenguaje del autor se vuelve poesía, y la poesía de esa prosa novelada se vuelve una máquina esquizofrénica, un procesador del mundo para devolverlo en estado de gracia, en estado de locura. Incalculable hallazgo para lectores en búsqueda de algo radicalmente diferente.