Topotepuy

En sus cartas al rey, aquel almirante alucinado (que creía haber topado con Catay sin entender el choque de unas aguas dulces contra otras saladas confundidas entre las bocas del dragón y de la serpiente), refería, sin embargo, al lejano monarca que “de estas tierras que agora he descubierto tengo sentado en el ánima que allí es el Paraíso Terrenal” y hablaba de las manadas de papagayos que oscurecían el sol; las mil maneras de árboles; los aires sabrosos y dulces de toda la noche; las frutas de muy maravilloso sabor sin olvidar, desde luego, a las bellas mujeres que traían por delante de sus cuerpos “una cosita de algodón que escasamente les cobija su natura”. Cuando avistó la costa de Paria exclamó: ¡Jardines!”, es decir, vio el Edén del que fuimos expulsados por un ángel que blandía una espada encendida; un lugar en nuestro espacio que quinientos años más tarde se convertiría en una referencia inhóspita. Pero el Paraíso Terrenal del que nos autoexpulsamos para transformarlo en una precariedad de tercer mundo y en un oprobioso régimen militar se encuentra entre nosotros protegido por el nombre de Topotepuy, un nombre evocador de otros parajes igualmente asombrosos.

Por él siento un afecto y una devoción que comparto no solo con mis hijos sino con quienes se ocupan con exquisita sensibilidad de mantener intacta la belleza de un jardín ecológico que parece inventado; el único que me haya tocado ver en el país cuya imperturbable vocación depredadora odia con encono la belleza y la serenidad.

El espíritu queda suspendido al contemplar una suave colina que alguna vez sirvió para que una admirable mujer se ocupara en observar la vida y comportamiento de los pájaros y para que años más tarde ese mismo lugar se transformara en refugio de nuestras propias almas si aceptamos que, al igual que los ángeles, los pájaros son símbolos del pensamiento, de la imaginación y de la rapidez de las relaciones con el espíritu.

Lo portentoso en Topotepuy es la poderosa irradiación de belleza que desborda el diseño de las caminerías, los talleres educativos y las miles de plantas y flores que maravillan al visitante por la inteligente selección y agrupación de colores y fragancias que organizan sus espacios con una disposición cuyos efectos visuales no parecen ser de este mundo.

Quisiera ser escritor para poder describir con fidelidad y esmero el brillo que iluminó mis ojos porque lo que priva en Topotepuy es la revelación de que la naturaleza es el verdadero prodigio.

El más desalmado depredador que pudiéramos imaginar transitando por sus caminerías sería víctima de su propio estupor y no sería capaz de arrancar una flor o una simple rama de los árboles y arbustos debidamente identificados por la dedicación y perseverancia educativa en que se apoyan el carácter y el propósito de tan extenso jardín en el que los colibríes se acercan a tomar agua revoloteando sobre los visitantes y reestableciendo la relación de una armonía que yo creía perdida para siempre.

Es el encuentro con el misterio de la poesía y en ese misterio, o gracias a él, adquiere forma y corporeidad un resplandor que no vacila en advertir a nuestro espíritu, a través de la mirada, que aún estamos a tiempo; que podemos rescatarnos, volver a ser bellos y generosos.

Los colores en Topotepuy, su inagotable verdor, el esplendor del aire, su propio cielo y Caracas apacible y extendida abajo en el valle nos hacen ser otros, permiten descubrir en nosotros una dulzura y un bienestar insospechados y emergemos, salimos de la oscuridad y nos asomamos a la triste y vacilante cotidianidad de nuestras vidas mejorados, reconfortados por haber rozado apenas el Paraíso que creíamos perdido dentro de nosotros mismos.