Jorge Barraza: Una leyenda llamada Puskas
El zurdo apareció por derecha en el área, ya estaba a tiro de gol, pero acaso un poco tapado y con su perfil menos hábil; entonces, en plena velocidad de crucero, pisó la bola hacia atrás, a la sudamericana, con bellísimo estilo, el célebre Billy Wright pasó de largo (todavía está pasando…), la acomodó para la izquierda y sacó un balazo a media altura que estremeció la red. Al relator inglés, desacostumbrado a ver maniobras tan deliciosas, se le escapó un espontáneo “¡Uuuuuuhhh…!” Era Ferenc Puskas estampando su firma en Wembley. Fue en una fecha que quedó en los anales de este juego: 25 de noviembre de 1953. Por primera vez, los inventores del fútbol, considerados invencibles en casa, perdían en su mítico estadio. Hungría lo vapuleó 6 a 3. Inglaterra entera quedó deslumbrada por el juego artístico y letal de los Magiares Mágicos, y especialmente por la calidad del número 10. Nunca se había visto en las islas británicas un talento así.
Hungría llegaba con su flamante título olímpico de 1952 a Londres y las noticias de sus triunfos por goleadas aplastantes inspiraban curiosidad, sin embargo debía demostrarlo en la catedral del fútbol. Recién alcanzó la graduación cuando borró a Inglaterra y se ganó el mote de El Equipo Dorado. El retorno a Budapest fue apoteótico. Al llegar a París, en la Gare de Nord una multitud esperaba a esos artistas de camiseta color cereza para ovacionarlos. ¡Como si fueran franceses…!
Las autoridades del Partido, que manejaba la federación, habían estipulado un premio de 2.000 forintos por jugar en Wembley, la exhibición fue tan magistral que decidieron aumentarlo de modo sideral. “A Puskas creo que le dieron 50.000 ó 100.000”, contó el doctor György Szepesi, famoso radialista húngaro que esa tarde narró desde Wembley para toda Hungría.
Con sus dos mortíferos cabezazos a Egipto, el viernes, Cristiano Ronaldo quedó a tres goles de Puskas en la tabla de máximos goleadores de selecciones. El genio húngaro sumó 84 y CR7 está con 81, claro que el portugués necesitó 146 partidos para ello y Puskas apenas 85. Son segundo y tercero. Primero en la lista es el iraní Alí Daei, con 109 en 149 apariciones. El tema es otro: Cristiano reinstaló el nombre de Ferenc Puskas, para siempre en la alfombra roja del fútbol. El tiempo va agregando nuevos astros en la cúspide y estos le exigen un lugarcito a Puskas, a Pelé, a Di Stéfano, a Beckenbauer, a Bobby Charlton… Pero al líder de los Magiares Mágicos nadie lo baja del pedestal de la historia.
La cada vez más profusa -y más interesante- literatura futbolera nos acaba de entregar “Puskas sobre Puskas”, imperdible libro del inglés Rogan Taylor, basado en las charlas que mantuvo con el protagonista en 2004, dos años antes de la muerte del extraordinario jugador del Honved y del Real Madrid. Taylor lo completó espléndidamente con testimonios de compañeros de Pancho (así lo rebautizó Di Stéfano al llegar a Madrid, pues Ferenc es Francisco en húngaro), y también con voces inglesas que lo sufrieron en el campo o lo admiraron en las tribunas. El resultado es un fascinante recorrido por la vida de un gigante, su novelesca existencia.
Puskas nació frente al estadio del modesto Kispest Atletic, donde su padre fue jugador de Primera División y luego entrenador. Posteriormente, el gobierno estalinista lo convirtió en el club del ejército y le cambió el nombre por Honved (“Defensores de la Patria”). Con esa denominación hizo fama de la mano (o de la pierna) de Puskas, a quien para pagarle el sueldo lo designaron primero capitán y luego comandante. Puskas debutó con frescos 16 años en la Primera del Kispest y enseguida destacó. A poco de cumplir 18 se estrenó con la magiar marcando un gol a Austria. A partir de allí fue todo vértigo.
Rebelde, contestatario, crack, de origen humilde, era el único ciudadano del pueblo que se permitía poner en su lugar a los líderes comunistas. La gente lo adoraba por su juego tanto como por su osadía y valor. Representaba como nadie a sus compatriotas. Era el chico que había venido de abajo y hasta ridiculizaba a los jerarcas que ostentaban el poder sobre la vida y la muerte en un país cerrado, con un régimen oscuro, tiránico y opresor, que se mantenía haciendo purgas. No obstante, eran comunistas, pero no tontos. La aparición de una pléyade de fenómenos como Puskas, Kocsis, Czibor, Hidegkuti, Boszik, Budai, Buszanski les sirvió para su propaganda política, para tener entretenida a la población. Y apoyaron a esos talentos.
El fútbol húngaro era una máquina de producir figuras y entrenadores, codiciados desde los demás países. Después del título olímpico, y sobre todo del doble triunfo sobre Inglaterra (6-3 en Londres y 7-1 en Budapest), la Selección, el Ferencvaros, el Honved, el MTK, el Vasas, el Ujpest eran invitados continuamente para participar en torneos en todo el mundo y salían de gira. Eso les servía a los jugadores, que no tenían permitido jugar en clubes del exterior pese a recibir ofertas de todos lados, practicar el contrabando. Hungría era pobre y atrasada, estaba prohibida la importación. Con los jugadores se hacía la vista gorda y traficaban de todo, desde relojes y cámaras de fotos hasta repuestos para máquinas.
En 1956 estalló una revolución en contra de la Unión Soviética, que mandaba sobre el país, y fue aplastada. Intuyendo lo que se venía y aprovechando esas giras que hacían permanentemente, muchos fenómenos de la selección se quedaron en otros países, como Czibor y Kocsis, que se fueron al Barcelona. Otros no se iban por miedo a las represalias que el Partido de los Trabajadores tomaría contra sus familias. Puskas decidió exiliarse, el régimen presionó a la FIFA para que no pudiera jugar el ningún otro país del mundo y el 10 quedó colgado. Vivió de lo que pudo, se radicó en Italia, participando de partidos amistosos. Así estuvo 18 meses hasta que Emil Osterreicher, técnico húngaro que era su amigo, asumió en el Real Madrid. Osterreicher pidió a Santiago Bernabéu su contratación. El gran presidente madridista lo rechazó, pero al cabo de un año se dejó convencer y Puskas, con 31 años y después de 15 en el fútbol, inició una era de oro junto a Di Stéfano.
“Tenía dieciocho kilos de sobrepeso al llegar a España, se lo dije a Bernabéu y respondió ‘es problema suyo’. Hice un esfuerzo tremendo para bajarlos en seis semanas y me acoplé”, cuenta en el libro de Taylor. Luego reseña su encuentro con Di Stéfano, célebre por su carácter feroz, quien era el dueño del equipo. “Llegamos a la última fecha igualados en la punta de la tabla de goleadores 21 a 21. En el último partido tuve la pelota servida para hacer el gol, pero se la pasé a Alfredo, que apenas tuvo que empujarla y terminó como goleador de la temporada. Pensé que, si no anotaba ése, no volvería a hablarme en la vida. Fue la mejor decisión que pude haber tomado. Luego fui yo el Pichichi cuatro años seguidos. Con Alfredo nos hicimos muy amigos. De entrada, me propuse estudiarlo, entender cómo era; él tenía un deseo desmesurado de ganar y era de una exigencia casi cruel, incluso con él mismo. Pasé ocho años maravillosos en España, me porté bien, fui un buen chico y los cien mil espectadores que colmaban el estadio fueron mis amigos”.
Dicen sus compañeros que, cuando le tiraban la pelota en cortada, Puskas corría unos metros, aplicaba su zurdazo letal, se daba vuelta y les avisaba: “A Concha Espina 1”. Es la dirección del club, allí pagaban los premios.
Indignado por todo lo que dio a su país y por las sanciones que le aplicaron a distancia tras su exilio, como a un criminal, juró mil veces no volver nunca. Estaba cómodo en España. Pero en Hungría se formó un movimiento entre grandes personalidades para convencer al húngaro más célebre de todos los tiempos de volver a la patria. También su esposa fue clave para persuadirlo. Se estaba haciendo un documental con todos los sobrevivientes del Equipo Dorado. Era la excusa. Y en 1981, en ocasión de un nuevo cotejo Hungría-Inglaterra por la Eliminatoria, Ferenc Puskas pisó tierra húngara de nuevo. Volvió como un héroe nacional. Sesenta y cinco mil personas lo aclamaron en el Nepstadion (desde 2002 lleva su nombre).
Aún así, no aceptó quedarse y vivió otros once años en el exterior. Hasta que en 1992 regresó para siempre a vivir a orillas del Danubio. A su muerte, en 2006, se le ofrendaron funerales de estado en la basílica de San Esteban. Luego, en el estadio, decenas de miles de personas desfilaron frente al féretro, envuelto en la bandera roja, blanca y verde, con una foto suya con la camiseta nacional. El primer ministro húngaro, los presidentes de la FIFA, la UEFA, el Real Madrid, el fútbol todo se hizo presente en el adiós al zurdo de oro.
No hace tantos años, de visita en el Bernabéu, fue a ver al Madrid y deslizó una de sus frases habituales: “A los jugadores que pasan la pelota hacia atrás deberían cobrarles falta, es una vergüenza”.
Era Puskas en esencia. (O)






