Crímenes de papel / 21+12: Matar al futuro

Cuenta que, en una ocasión, alguien le preguntó por qué siempre escogía escribir historias de terror, si no sabía hacer nada más; él le contestó con una pregunta:

–¿Quién le dijo a usted que puedo escoger otro tipo de historias?

Ciertamente, la mayoría de los lectores conocemos al muy prolífico Stephen King (Portland, EE. UU., 1947) como autor de novelas de miedo, y millones han temblado ante sus páginas, primero, y frente a las pantallas, después, en alguna de las casi cincuenta ocasiones en que sus terribles historias han sido llevadas al cine –¿quién no ha pasado un sabroso miedo con Carrie, La zona muerta, Los niños del maíz, la hermosísima La milla verde, o esas dos obras maestras que son El resplandor y Misery?–. El terror es su etiqueta principal, sin duda; pero no es, ni mucho menos, suficiente para tener una idea de la obra de este autor del que siempre digo, y no me cansaré de decir, que no le hace falta el premio Nobel, sino al revés: Al premio Nobel le hace falta alguien como él. Tan solo por sus relatos, reunidos en nueve volúmenes, King está entre los narradores estadounidenses fundamentales del siglo XX, y creo que a nadie sorprenderá ya si digo que en mi panteón particular el novelista de Maine ocupa desde hace tiempo un altar prominente, entre Zeus y la ojizarca; entre Dioniso y Alejandro; entre Gallegos y Balza. Y si hay alguien que desconfíe de mis palabras –de todo hay en la viña de los gustos– le sugiero que lea «El coco», «Soy la puerta», o «Los misterios del gusano»: O , mejor, que lea todo El umbral de la noche, a ver si no está allí la voz de un narrador de verdad.

Esta voluminosa, épica obra, esta novela pantagruélica-en-palabras, 22/11/63 (2011), que quiero comentar, es la demostración perfecta de que el género fantástico no necesariamente está alejado de la novela histórica si sabe, claro, urdir la estrategia correcta para poner en funcionamiento un artefacto de calidad. El autor se sirve de un recurso de vieja data: El viaje en el tiempo, que desde –al menos– La máquina del tiempo, de H. G. Wells, nos es familiar. Solo que King lo usa con tanta naturalidad que cuando ocurre nos parece que viene perfectamente a cuento; pero entonces aún no habrá empezado la «verdadera» novela: pues en las primeras cien páginas conoceremos al personaje principal, Jake Epping, profesor, que se hace amigo de uno de sus alumnos de las clases nocturnas, Harry Dunning, quien se gradúa «de manera triunfal» de secundaria, y juntos se van a celebrarlo a la famosa «gatoburguesa» de Al Templeton, un establecimiento de hamburguesas de mala muerte que tiene la curiosa fama de vender exquisitas hamburguesas con excelente carne; y como nadie sabe de dónde saca tan buen material, se cree que Al mata gatos para abastecerse, aunque no se ha podido demostrar. Y he aquí una de las estrategias mejor logradas de la novela: La manera como el autor introduce giros de ciento ochenta grados en la historia sin que nos parezcan un disparate. Jake, pasado un tiempo, recibe una llamada urgente de Al, y cuando va a verlo, este le revela el secreto de sus hamburguesas: No se trata de que mate gatos, ni de que el miserable negocio sea una tapadera para el contrabando o las drogas. Es algo más sencillo, y más fantástico. Cuando Jake va a la hamburguesería, Al lo lleva hasta el cuartito donde guarda las escobas, y le pide que entre. Desconfiado, porque es un lugar muy estrecho, Jake se mete, seguro de que chocará con la pared, pero de pronto siente que da un paso… Y cae en un espacio enorme, en una ciudad, en un mundo completamente diferente. Se trata del mismo pueblo, pero en 1958. Merodea un poco, y pronto regresa a la «puerta» por donde ha llegado y vuelve al presente. Resulta que en la «gatoburguesa» de Al hay una puerta espacio-temporal que siempre lleva al mismo momento de 1958; por allí ha ido Al todos estos años a buscar la carne más barata y más jugosa de los años cincuenta, y por eso su negocio no ha quebrado. Y lo mejor es que por más años que permanezca en el pasado, cuando regresa, solo han transcurrido diez minutos del presente. Aquí comienza una nueva historia, que se enrumba hacia el centro del asunto.

Los giros temáticos continuarán, pero en definitiva lo que Al quiere de Jake se resume en una sola frase: John Kennedy puede salvarse. La misión de Jake es esperar hasta el 22 de noviembre de 1963 para salvarle la vida al presidente asesinado en Dallas. Para eso tiene todo el tiempo del mundo; podrá conocer a Lee Harvey Oswald, a Jack Ruby, y seguirle los pasos a cada uno; podrá planificar cuantas veces quiera su heroica acción, ya que si falla, con regresar al presente puede reiniciar el plan, porque al volver al pasado siempre caerá en 1958, una característica propia de las historias que juegan con el tiempo (tal como ocurre en Back to the future, o en Groundhog Day, conocida en español como Atrapado en el tiempo).

También en esta historia principal habrá giros inesperados, que King salvará siempre con la maestría que le da el conocimiento de un oficio que ejerce desde hace más de cuarenta años (y del que ha dejado testimonio «teórico» en un texto que recomiendo a todo aquel que quiera ser escritor, On Writing (Mientras escribo), lleno de consejos, vida e impagables enseñanzas).

Jake Epping conocerá las consecuencias de ir al y venir del pasado no solo en que envejece más rápido –o más distinto– que los demás, sino en que el tiempo, como ya lo sabía Agustín de Hipona hace mil quinientos años, es un presente continuo que nunca se puede asir. De todas maneras, hay que leer con atención las palabras finales del autor, en el epílogo: «Nada de lo que he escrito en 22/11/63 ofrecerá respuestas a esas preguntas [si Oswald actuó, o no, solo en el magnicidio], porque el viaje en el tiempo solo es una interesante ficción». Una interesante ficción que camina hacia delante, siempre; o como dice la Maga de Cortázar: «Hay una cosa que se llama tiempo. Es como un bicho que anda y anda». Un bicho que se deshace cuando lo torcemos como hace Jake Epping aquí, solo porque quiere que en la Historia ocurra lo correcto, y no lo inevitable. Queda en los ojos del lector la decisión de descubrir si John Kennedy debe salvar su vida, o no. Pero cuidado con lo que deseas, lector, que Stephen King suele conceder dones irreparables.

22/11/63

Stephen King

Barcelona, Debolsillo, 2013

Traducción de G. Dols Gallardo y J. Ó. Hernández Sendín

859 p.