Corren más, pero sienten menos la camiseta
En el fútbol viví la más bella de las épocas, la de los equipos y los jugadores que dejaban la vida en la cancha llevados por ese sentimiento que parecía que no iba a extinguirse nunca: el amor por la camiseta.
¿Qué era esto que los jóvenes no conocen y que han oído a sus abuelos mencionar con orgullo? El cariño por la divisa –cuya representación se asumía– significaba un estremecimiento emocional al salir a la cancha y la consigna de defenderla con varonía, amor propio, coraje, valentía en todo el partido. Era poner alma, corazón y vida en cada minuto y arriesgar la integridad personal para hace un gol o evitarlo.
Todo en un mundo de lealtad en el cual el honor era el tesoro más preciado. A todo aquello se llamaba “jugar con garra”, que no es lo mismo que “jugar de gorra”, esconder las piernas en los balones divididos, y poner en la cancha el mismo entusiasmo y dinámica que un oficinista barrigón pone en los partidos entre los solteros y casados del ministerio.
Esta última impresión es la que han dejado los jugadores de Barcelona en los recientes partidos. Hombres de abultadas cuentas bancarias, departamentos de lujo y autos de alta gama gracias al fútbol, no saben ni entenderían lo que es el honor, la responsabilidad, el profesionalismo y el amor por la camiseta. La única vez que esto aparece en sus mentes es cuando van a cobrar sus suculentos cheques. Independiente los puso en evidencia en el Monumental y luego el Manta, en Machala. Un triste espectáculo de desgano y quemeimportismo. En otra profesión los habrían despedido del trabajo. En Sangolquí se mostraron perturbados, sin capacidad de reparar en el daño que le hacían al club. Por último, una de sus “estrellas” marró un penal que habría incrementado las aspiraciones de llegar a la final.
La historia (aquello que un reno embalsamado dice que no sirve para nada) cuenta que Barcelona se convirtió en ídolo gracias al espíritu bravío de sus hombres desde los tiempos de Gallo Ronco Murillo Moya en las canchas de sarteneja del Campo Deportivo Municipal, que luego se llamó Estadio Guayaquil.
Otros bravos del Astillero como Pan de Dulce Aguirre y Wilfrido Rumbea lo devolvieron a primera luego de andar por las series inferiores y su grandeza empezó cuando llegaron a sus filas Jorge y Enrique Cantos, José Pelusa Vargas, Fausto Montalván, Juan Benítez, Galo Solís, Enrique Romo y el insuperable Sigifredo Cholo Chuchuca.
A diferencia de los bien pagados futbolistas de hoy, los que hicieron de Barcelona un ídolo nacional apenas recibían pequeñas sumas en sucres y la invitación a un churrasco en el recordado salón Victoria, de don Andrés Lucio, en Quito y Aguirre.
Todos tenían que buscar un trabajo para sobrevivir pues el balompié no servía para mantener una familia. Pero a la hora de salir a la cancha eran once leones. Solo la astucia de Chuchuca evitó un funeral cuando entraba a un área rival erizada de botines amenazantes. La picardía de Enrique Pajarito Cantos lo hacía escapar de los hachazos para inventar la jugada más celebrada de la historia de nuestro fútbol: la bicicleta. Los goles del cholo más glorioso de la historia voltearon partidos perdidos y doblegaron a rivales de fama mundial.
Fausto Montalván, capitán de esa era de ensueño, nos contaba hace unos días sobre la influencia de ese crack formidable que fue Jorge Cantos: “Cuando las cosas no nos salían, ponía la pelota en el piso, bajo su botín, y con lenguaje fuerte nos reclamaba: ‘Qué les pasa tales y cuales, ¿se olvidaron de jugar al fútbol?’. Eso bastaba para que recompusiéramos la línea”.
Y Jorge Cantos predicaba con el ejemplo. Era un exquisito para el fútbol y el quiño. Cuando el abusador Néstor Rossi, en el partido contra Millonarios en 1949, maltrataba a su hermano Enrique, lo paró en seco. Dos entradas fuertes y la cita obligada: afuera nos vemos. Rossi reclamó al árbitro y a Cantos lo cambiaron por otro bronco de puños de acero: Heráclides Marín. No eran tiempos de vacas gordas ni de inflación futbolística que origina que a mediocridades se les pague diez veces más de lo que valen.
Un gran alero y centrodelantero de pequeña talla, el Mocho Rodríguez, nos contaba un día que la primera vez que vio un billete de 100 sucres fue cuando le ganaron al Millonarios, partido en el que hizo un gol. Carlos Pacharaca Alume, manabita, un histórico de Barcelona en los años 50 y parte de los 60, llegaba al viejo estadio Capwell en una bicicleta. Otros llegaban en bus y muchos más a pie. Y luego ¡qué espectáculos daban! No solo por entrega sin reservas sino también por clase.
Cuando se fueron Jorge Cantos y Marín la tarea del liderazgo fue asumida por un joven anconense que llegó de las ligas de novatos: Luciano Macías. No solo contagiaba a sus compañeros sino al público. Sus duelos con el Loco José Vicente Balseca llenaban los estadios y sobre el ganador se discutía hasta el siguiente clásico. No hicieron fortuna, pero son inolvidables, eternos. Los del Barcelona de hoy no se preocupan por el futuro; lo tienen asegurado. Los billetes están pegados a sus cuentas, pero la camiseta les queda floja. No sienten nada por ella, por eso juegan a ritmo de carreta vieja. Los colores se sienten primero en el alma. Después florece en el lado izquierdo del pecho y se riega por cada vena, por cada arteria, por cada articulación, por cada hueso. Aquellos que jugaron contra el Manta (y perdieron 0-1 el pasado miércoles) eran seres inanimados, no corría sangre por su cuerpo. Por eso no se ruborizaron ni sintieron vergüenza.
Si aún existe amor propio en ellos, si alguien les cuenta la historia de Barcelona, tal vez cambien de actitud y el amarillo y grana vuelva a brillar como en aquellos tiempos de mi niñez y mi primera juventud.
Si aún existe amor propio en los jugadores, si alguien les cuenta la historia de Barcelona, tal vez cambien de actitud y el amarillo y grana vuelva a brillar.






