Colombia: la espiral de masacres y asesinatos de líderes sociales

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Artículo tomado de Sputnik News

Las noticias de masacres se suceden una tras otra en Colombia. Según Naciones Unidas, solo este año han ocurrido 40, a las cuales debe sumarse una más este 18 de agosto, al tiempo que se mantienen los asesinatos de líderes sociales. ¿A qué se debe este incremento? ¿Cuál es el rol del Estado?

El martes 18 de agosto dejó un nuevo saldo trágico en Colombia. Tres comuneros indígenas del pueblo Awá fueron asesinados en el municipio Ricaurte, del departamento de Nariño, mientras dos jóvenes fueron torturados y asesinados en El Patía, departamento del Cauca, y además fue asesinado un líder social, Jaime Monge, en Villacarmelo, zona rural de Cali.

Dichas muertes fueron noticia pocos días después de otras que conmocionaron al país. El sábado 15, ocho jóvenes fueron acribillados en el municipio de Samaniego, Nariño; el jueves 13 fueron asesinados dos indígenas Nasa en Corinto, Cauca; el 11 cinco adolescentes resultaron asesinados en Llano Verde, al suroeste de Cali, mientras un líder social afrocolombiano fue asesinado en el Chocó; y el 8, en el municipio Leiva, Nariño, dos estudiantes que se dirigían a su colegio fueron asesinados.

La ola de masacres se tornó inocultable en Colombia. Según Naciones Unidas, hasta el día 16 de agosto, habían sido documentadas 33 masacres y siete restaban por documentar. Un total de 40 a las cuales deben sumarse las del martes 18, llegando así a 42.

Cumpliendo nuestro mandato, en lo que va de 2020, hemos documentado 33 masacres y restan 7 por documentar. También, damos seguimiento a 97 asesinatos de personas defensoras de #DDHH, de los cuales a la fecha hemos documentado 45

— ONU Derechos Humanos Colombia (@ONUHumanRights) August 16, 2020

​»El tema es sistemático y a nivel general, no hay una región donde se concentre este tipo de acciones, sino que se extienden en cualquier parte del territorio nacional», remarca a Sputnik Fabián Laverde, integrante de la Comisión de Derechos Humanos de la Cumbre Agraria, Campesina, Étnica y Popular.

Las masacres se han dado en varias partes del país: Nariño, Cauca, Antioquia, Norte de Santander. En ese último departamento han ocurrido este año, según Wilfredo Cañizales, miembro de la Fundación Progresar, cinco masacres con 29 personas asesinadas, de las cuales 17 lo fueron en la zona metropolitana de Cúcuta, ciudad fronteriza con Venezuela.

Modus operandi

Los relatos, imágenes, vídeos, dan cuenta de escenografías del horror: descuartizamientos, decapitaciones, fusilamientos.

«Estamos volviendo a los años 80, en las peores épocas del narcotráfico en Colombia, donde se contaban masacre tras masacre cada semana», explica Laverde, quien también es parte de la Comisión de Derechos Humanos del Congreso de los Pueblos.

A diferencia de otras épocas, no hay una reivindicación pública de quienes son los autores. «Ya no son grandes grupos los que atacan a las poblaciones, aunque se sabe que son grandes grupos los que tienen control territorial, sino tres o cuatro personas que cometen los actos de sicariato, matanzas, tiene que ver con el camuflaje, salir rápido, cambiar las versiones», cuenta Laverde.

Las operaciones se dan con combinación de armas largas y cortas, quienes llegan pueden hacerlo vestidos de civil, «buscan despistar». Así el Estado y la Fuerza Militar afirman que son «casos aislados, situaciones que repentinamente se producen». Sin embargo, según Laverde, «está claro que es una situación sistemática».

Según el Gobierno, cuando se reconoce la existencia de una masacre, como en el caso de Samaniego, siempre son los mismos autores y razones: narcotráfico, disidencias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y el Ejército de Liberación Nacional (ELN).

No aparece, en el discurso oficial, la existencia del paramilitarismo: «Existe una negación por parte del Estado colombiano, y esa negación se convierte en oportunidad, no existe un enemigo declarado públicamente con esas características, casi todo se le carga a disidencias e insurgencias».

Sin embargo, el paramilitarismo existe. En el caso del Norte de Santander, Cañizares denunció públicamente que las tres últimas masacres fueron obra del grupo Los Rastrojos, compuesto por cerca de 150-200 hombres.

El grupo armado se encuentra en proceso de expansión y reagrupación del lado colombiano, luego de haber sido expulsado de Venezuela por las fuerzas de seguridad del Estado. Fueron justamente quienes, en febrero del 2019, hicieron cruzar a Juan Guaidó de Venezuela a Colombia, hecho que quedó registrado en fotografías.

Razones

El acuerdo de paz entre las FARC y el Gobierno colombiano fue firmado en el 2016. «En lo poco que quedó consignado ha sido incumplido por parte del gobierno nacional», explica Laverde. Así, por ejemplo, más de 200 excombatientes firmantes del acuerdo paz han sido asesinados en condición de indefensión.

La firma no significó el final del conflicto: «Creemos que hay una reconfiguración de los actores en el conflicto, de los grupos armados, por más que el Gobierno diga que no existe un conflicto armado».

Parte de esa reconfiguración se expresa en que varias de las masacres «ocurren en zonas donde hubo presencia de las FARC, hay un aprovechamiento de la ausencia de este grupo armado en el territorio».

El mapa de las masacres indica que se trata de zonas, muchas veces, marcadas por la dinámica de las plantaciones de cultivos ilícitos, pero es también más que eso: «rutas estratégicas, minería ilegal, megaproyectos, posición geoestratégica de las regiones».

Las masacres pueden suceder por dos razones principales. En primer lugar, por enfrentamientos entre grupos armados que se disputan el control de los territorios. En segundo lugar, como implementación de una estrategia para aterrorizar a las poblaciones y controlar territorios.

«Buscan sembrar el terror, disponer de una estrategia de guerra sucia contra los pobladores, sembrar miedo, persuadir por la fuerza, reconfigurar las relaciones sociales en los territorios. Podrían producirse desplazamientos forzados de carácter masivos».

El mapa de masacres se articula con el de los asesinatos de líderes sociales, indígenas, campesinos, defensores de derechos humanos. «Buscan exterminar las expresiones del movimiento social», es decir, entre otras cosas, a quienes presentan un obstáculo para el desarrollo de los intereses económicos del narcotráfico, la minería, entre otros negocios.

Por eso los asesinatos no son de personas al azar: «Tienen algún nivel de relevancia en el marco de las relaciones organizativas, políticas, caso de organizaciones sociales, integrantes de cabildos indígenas, zonas de reservas campesinas, detrás del perfil por muy bajo que sea de este ciudadano hay una afectación que está dirigida a un colectivo específico que se convierte en un enemigo del actor armado».

Desde la firma de los acuerdos, en el 2016, hasta la fecha, ya han sido asesinados casi 1.000 líderes sociales.

¿Y el Estado?

Laverde señala un elemento central: «Las regiones donde más se han estado dando estas situaciones es donde existe mayor presencia militar, ya sea con presencia del ejército nacional o cualquiera de los componentes armados institucionales».

No se trata entonces, de como podría suponerse, de zonas necesariamente abandonadas por el Estado, al menos en términos armados. La ausencia es, sí, en temas sociales: «El Estado no tiene una incapacidad frente al control territorial, todo el tiempo lo ha mantenido, pero por la vía militar, no por inversión social, programas de desarrollo, fortalecimiento de los procesos organizativos, centros de salud, escuelas».

La respuesta del Estado ante las masacres es la misma: mayor militarización. Y las Fuerzas Militares de Colombia, en vez de aparecer como transparentes, están en la mira de varias investigaciones. Así, por ejemplo, fueron acusadas en los últimos meses por escuchas ilegales —denominadas chuzadas—, la violación de una niña indígena de 13 años por parte de siete soldados del Ejército, y el asesinato de los dos indígenas nasa el 13 de agosto.

«No hay un rincón donde la fuerza pública no haya tenido escándalos en cuanto a violación sistemática de derechos humanos, e inclusive denuncias respecto a nexos con lo que el mismo Estado llama bandas criminales».

Si existe una gran presencia militar en el país, ¿cómo puede explicarse que se incrementen las masacres de esta manera siendo asesinados siempre los más pobres? Laverde explica que, por ejemplo, en el caso de los cultivos ilícitos, se trata de «una cadena productiva en función de unos pocos, esos pocos son los poderosos, los que trafican, sacan, intercambian, hacen negocios con mercenarios».

Quienes siembran, en cambio, son campesinos, «que no tienen otra opción pues el Estado no respalda proyectos serios o que les signifique excedentes». Se ataca así a quien siembra coca, pero «no pasa lo mismo con el narco que la centraliza y exporta».

Esos pocos y poderosos son conocidos: «el Estado colombiano a través las Fuerzas Militares sabe en sus territorios quiénes ejercen control». Existe, por lo tanto, según el análisis de muchos, una complicidad o alianza entre organizaciones paramilitares y las estructuras del Estado.

El «nuevo» plan Colombia

Esta lógica militarista no es nueva, «viene desde el Plan Colombia», firmado entre Estados Unidos y Colombia en 1999 que trajo, entre otras cosas, el aumento del paramilitarismo y las masacres. Y todo indica que eso será reforzado, ya que, mientras se sucedían las masacres, el 17 de agosto, Duque firmó con Robert O’Brien, asesor presidencial de Seguridad Nacional de EE UU, el Plan Colombia Crece, que fue definido por el presidente como «una nueva fase del Plan Colombia», una estrategia «para que el país, junto a Estados Unidos, podamos seguir trabajando».

«Está clara la intencionalidad de retomar acuerdos y activarlos de manera muy acelerada con el gobierno estadounidense, lo que se genera es una excusa para sostener el discurso y así justificar la intervención militarista y la injerencia. Es el desarrollo de políticas norteamericanas con el discurso de narcotráfico».

La espiral de masacres y asesinatos muestra otra vez el rostro de un país atravesado por un conflicto armado que se reconfigura, donde las víctimas son campesinos, jóvenes, indígenas, defensores de derechos humanos. El Estado nuevamente, y en este caso el Gobierno de Iván Duque, vuelven a estar bajo manto de sospecha por no poner un freno a la situación y por su posible complicidad, por acción u omisión.

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