Las faenas del aspirante

Mayo de 2013: con su muy particular lengua de hacha, Mario Silva le expresa a un presunto jefe del G2 cubano, Aramís Palacios, su alarmado punto de vista sobre los desequilibrios emocionales de Nicolás Maduro tras la muerte de Hugo Chávez, sobre las maquinaciones y malas mañas del ambicioso presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello, y sobre los gobernadores y miembros de gabinete cuestionables por corruptos y soplones. Silva insiste en que la garantía de continuación del «proceso» es la permanencia en sus gabinetes respectivos del ex ministro de planificación, Jorge Giordani; de la ex vicepresidenta para el área social, Yadira Córdova; y del ex presidente de Pdvsa, Rafael Ramírez. También en el nombramiento de un ministro de la Defensa fiel a Chávez y dispuesto a frenar el avance de los oficiales de la generación 85, entre los que habría muchas voluntades opositoras. Menciona a los generales Armando Laguna Laguna y Alí Uzcátegui Duque. La falta de autoridad de Maduro y su «sacudón» de última hora habrían sacrificado posiciones estratégicas.

La voz (¿virtual?) de Silva, uno de los emisarios más exaltados del chavismo radical, puede ser calificada como profética. El chavismo tardío se ha caracterizado por la intensificación de los temores más profundos del ex conductor de La Hojilla: desabastecimiento, complots internos por dinero y poder liderados por Cabello, división, corrupción, devaluación y, lo más importante: la salida o el enroque de los funcionarios más fieles al ideal bolivariano. Todo eso tendría un peso que haría zozobrar la revolución desde el mismísimo Poder Ejecutivo. Enterado de chismes jugosos de un régimen en barrena, Silva teme por su vida y dice estar armado hasta los dientes para defender a su familia en caso de ser necesario. El resultado, aparte de su ostracismo público, han sido las evidencias de desgaste de una estructura de poder que, porque cada vez más desarticulada, se ha vuelto más volátil.

Esa volatilidad no discrimina entre el nivel de los enemigos: por ejemplo, al llamado, hipotético e inocuo, de la pasionaria actriz María Conchita Alonso a Estados Unidos para invadir militarmente Venezuela el gobierno ha respondido con una venalidad equivalente: quitándole la nacionalidad. Las emociones dictan el tono de una gestión caracterizada por una necesidad de esculpir una moral debilitada desde, al menos, el 8 de diciembre de 2012, cuando Chávez dio su última alocución pública y ungió a Nicolás Maduro con un poder que lo abrumó. ¿Se acuerdan de la cara de «y ahora qué hago yo» del entonces vicepresidente mientras Chávez entonaba la balada de sus elogios? ¿Y se acuerdan de que, cuando el video se queda sin audio, al final, mientras Maduro ocupa las manos aplaudiendo con veneración, en una nube, se ve a Diosdado Cabello gesticulando órdenes a los técnicos de transmisión, girando instrucciones para apagar las cámaras y despejar espacio, como si sus preocupaciones fueran el aquí y el ahora?

Cuando Carlos Andrés Pérez cayó en desgracia, era común oír a muchos miembros de la clase media defraudada diciendo: «Hay que quemarlo todo». Chávez dio el pitazo, recordó la misión, pero era tan espumoso que difirió la tarea. Hasta Carlos «el Chacal» se lo reprochó en su momento. A Maduro, en cambio, le falta de todo (gracia, retórica, don de mando y público en las Naciones Unidas) y, por lo tanto, no tiene otro camino que reciclarse en pirómano oficial del sueño endógeno. La espada de Bolívar, que todavía para Chávez era alegoría, es para Maduro compromiso, gasolina y lanzallamas. Mientras el presidente se distrae con las formas del fuego y con las ansias de un país aislado, reprimido y desabastecido, sin industria ni promesas de futuro, Cabello se toma la tarea de manipular la tramoya para garantizar los accidentes que lo catapulten al poder. Una zafra quemada siempre acaba por retoñar, debe pensar el aspirante. En su bolsa reposan las semillas de un plan estratégico: una multitud de soñadores y dolientes comunales arando en el desierto bajo el palo implacable del mayoral.